Cataluña en su laberinto

MADRID, ESPAÑA.—“Asumo el mandato del pueblo para que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de República”. Con estas palabras, crípticas para unos, clarificadoras para otros, el pasado 10 de octubre el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, ponía el freno al proceso independentista cuya maquinaria ha avanzado imparable en los últimos siete años. Por un momento pareció que el honorable había declarado la independencia, pero inmediatamente después aseguró que la dejaba “en suspenso” durante un tiempo indeterminado para intentar abrir un proceso de diálogo con el Estado español. Puigdemont detuvo el tren en el último momento, antes de que descarrilara por el precipicio, y lo que iba a ser una fiesta separatista quedó en nada. Miles de simpatizantes de la secesión regresaron a sus casas envueltos en las esteladas con una mezcla de desilusión y sorpresa. “Es una vergüenza, el presidente ha traicionado a los catalanes de forma inadmisible. La gente está triste porque esperaba otra cosa”, decía un joven manifestante de la CUP, el partido antisistema que sostiene a Puigdemont. La fiebre del soberanismo libertario que durante días se había instalado en las calles empezaba a bajar bruscamente tras semanas de una tensión insoportable. Fue un baño de realidad para muchos catalanes a los que les habían contado que el delirio de la Cataluña independiente era posible hoy mismo.

La declaración unilateral de independencia “aplazada” o “en diferido” de Puigdemont deja una puerta abierta al diálogo entre Madrid y Barcelona, aunque es poco probable que un gobierno con tics autoritarios como es el PP sepa recoger el guante y abrir un proceso de negociación que lleve a un referéndum de autodeterminación pactado. De entrada, Rajoy ya ha pedido a Puigdemont que aclare si se ha proclamado o no la República. En ese caso, la aplicación del 155 de la Constitución Española prevé la suspensión de la autonomía catalana, pero todavía hay un escenario peor, el artículo 116, mucho más severo y que aboca a Cataluña al estado de alarma, excepción y sitio, algo que no ocurría en España desde los tiempos de la dictadura de Franco. Sería la “ulsterización” de Cataluña, es decir, las tanquetas del Ejército tomando las calles catalanas.

Si de algo ha servido el referéndum ilegal de autodeterminación del pasado 1 de octubre es para que el mundo entero ponga sus ojos en Cataluña. La consulta había sido prohibida por el Tribunal Constitucional, pero la orden judicial no logró disuadir a cientos de miles de catalanes que estaban deseosos por votar, aunque fuese en unas urnas de plástico made in China improvisadas por la Generalitat de Cataluña. Prohibida la jornada electoral, el acto acabó convirtiéndose en una movilización de protesta de dimensiones colosales. Nada logró evitar que todo aquel catalán que quisiera votar, aunque fuese simbólicamente, lo hiciera. Y aquello terminó en una batalla campal. Hombres, jóvenes, mujeres, ancianos y hasta niños formaron cadenas y escudos humanos o se sentaron en las escaleras tratando de impedir que las fuerzas de seguridad pudieran desmantelar las mesas electorales. Esto provocó encontronazos, caídas, empujones y golpes entre ciudadanos y efectivos policiales. El resultado: 800 heridos, todos ellos leves menos dos graves, según el gobierno catalán, y varios cientos de agentes contusionados. Los soberanistas ya tenían lo que querían: la foto de muchos catalanes severamente reprimidos por las fuerzas del orden, aunque algunas imágenes y vídeos de gente herida no pasaran de ser burdas manipulaciones, tal como demostró el diario Le Monde.

Hoy todo el mundo se pregunta: ¿cómo España, un país avanzado y democrático que ha llegado a figurar como invitado en el G-20 de los Estados más desarrollados del mundo, ha podido terminar de esta manera? Estas son algunas de las claves.

EL “CEPILLADO” DEL ESTATUT

En 2005, el Parlament de Cataluña aprobaba su nuevo proyecto de Estatuto de Autonomía, que el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero —enfrentándose a los barones de su partido— prometió respetar íntegramente, especialmente el polémico artículo que otorgaba a la comunidad autónoma el estatus jurídico de “nación”. Sin embargo, en marzo de 2006, el Estatut fue severamente recortado en el Parlamento español (en palabras de Alfonso Guerra, histórico socialista, “le pasaron el cepillo”) y los catalanes se vieron nuevamente frustrados en sus ansias seculares de lograr mayores cotas de autogobierno. No obstante, pese al fuerte “cepillado”, el Estatut fue aprobado por los catalanes el 18 de junio de 2006. Y así es como llegamos al momento clave del conflicto: el primer grave error del PP. El día 31 de ese mes, la hoy vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, y el exministro de Defensa, Federico Trillo, se fotografían sonrientes, con el recurso contra el Estatut en la mano, frente al Tribunal Constitucional. Impugnar una ley refrendada por el pueblo fue una grave irresponsabilidad que solo obedecía a cálculos electoralistas. Durante esos días, los populares se dedican a recoger firmas contra el Estatut y a promocionar alegremente campañas de boicot a los productos catalanes (brindar con cava catalán en Navidad era poco menos que una traición a España). Tales ofensas no pasan inadvertidas para miles de catalanes. En el año 2010, el Alto Tribunal vuelve a enmendar el texto, recortando 14 de los 223 artículos, reinterpretando otros 27 y dejando sin validez jurídica el término “nación”. El estallido de indignación popular estaba servido. La Diada del 11 de septiembre de 2012 fue algo espectacular, lo nunca visto. Más de un millón y medio de personas enarbolan banderas esteladas, anticipando la tormenta perfecta que está por venir. El PP, con su ciega intransigencia, se ha convertido en el mejor fabricante de independentistas.

EL CHOQUE DE TRENES

Por esas fechas, Rajoy y Artur Mas se reúnen en la Moncloa. Mas insta a Rajoy a corregir los supuestos desequilibrios de la balanza fiscal entre el Estado y la Generalitat que, según el presidente catalán, presenta un saldo desfavorable para Cataluña de más de 16,000 millones de euros. Rajoy, un líder por momentos arrogante que casi siempre opta por dejar que los problemas se pudran por sí solos, le comunica a su interlocutor que puede volverse a Barcelona por donde ha venido, o sea que nada de nada del pacto fiscal. Un nuevo desplante del Estado hacia Cataluña, el segundo gran error de cálculo del PP. A partir de ahí la historia del conflicto entra en una fase descontrolada de aceleración exponencial. Artur Mas impulsa la consulta soberanista del 9N de 2014, en la que participan dos millones de catalanes, pero que carece de todo valor jurídico vinculante.

Las elecciones autonómicas de 2015 vienen marcadas por la creación de Junts pel Sí, un bloque formado por varios partidos soberanistas —la Convergencia Democrática (CDC) de Mas, la Esquerra Republicana de Catalunya de Oriol Junqueras (ERC) y Demócratas de Cataluña y Moviment d’Esquerres (MES)—, cuya principal y única misión es lograr la celebración de un referéndum de autodeterminación en el año 2017. El 9 de enero de 2016 un Artur Mas acosado por los escándalos de corrupción que salpican a su padre político, Jordi Pujol, y dispuesto a sacrificarse a cambio del apoyo de los antisistema de la CUP (que exigen su cabeza), da un paso a un lado, dimite y coloca a Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat de Cataluña. Puigdemont, un líder aparentemente limpio de corrupción, es el elegido, el mártir que, aun a riesgo de ser encarcelado, guiará a las fuerzas independentistas en su tortuoso camino final hacia la tierra prometida.

Y así es como llegamos al pasado mes de septiembre, cuando los independentistas comienzan un camino sin retorno. En una sesión tensa y grotesca en el Parlament, en la que los secesionistas niegan la palabra al bloque españolista (PSC, PP y Ciudadanos), deciden cruzar el Rubicón, romper con la legalidad y el orden constitucional y aprobar no solo la ley de referéndum ilegal del 1 de octubre, sino una ley de transitoriedad que prevé la declaración de independencia y la creación de la República catalana.

Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, firma el documento de independencia de Cataluña. La declaración “aplazada” dejó una puerta abierta al diálogo. FOTO: JOSEP LAGO/AFP.

LA LENGUA COMO ARMA POLÍTICA

La inmersión lingüística que comenzó en la década de 1980 en las escuelas catalanas, tras la asunción de competencias educativas exclusivas por parte de la Generalitat, es un factor determinante que, según muchos expertos, explica la desafección y hasta el odio que generaciones enteras de catalanes sienten hoy hacia lo español. El secesionismo lleva décadas aplicando sus propios programas educativos, unos planes de estudio cuyo objetivo último ha sido propagar el ideario nacionalista y un fuerte sentimiento de patria catalana. Paulatinamente, con paso lento pero seguro, los sucesivos responsables de la Conselleria de Educació del Govern fueron promocionando el catalán como lengua vehicular de la enseñanza, relegando el castellano a un segundo plano hasta convertirlo en una lengua muerta, a la misma altura del latín o el griego. En la actualidad resulta chocante comprobar cómo muchos adolescentes catalanes balbucean y se atrancan cuando tienen que articular una sola frase en castellano. Les cuesta, no saben hablarlo correctamente. Al mismo tiempo, escritores de la talla universal de Quevedo, Lope, Lorca o Alberti se obvian como extranjeros. Se imponen los autores que solo emplean el catalán. El problema ha llegado tan lejos que no hace mucho el Ayuntamiento de Sabadell, gobernado por fuerzas independentistas, estudiaba retirar la placa de una calle con el nombre de don Antonio Machado al ser considerado “españolista y anticatalanista”. La amputación lingüística del castellano ha llevado directamente al rechazo de la cultura española, una maniobra en la que ha participado activamente la televisión pública catalana, TV3, a la que algunos acusan de haber fomentado el nacionalismo más exacerbado y hasta algo xenófobo. El dramaturgo y escritor Albert Boadella asegura que “hay una epidemia colectiva en Cataluña y es una epidemia muy sencilla: es la inducción de la paranoia. Es decir, el odio al vecino, el odio al enemigo común. Se monta un fetiche que es odioso, que es España para ellos, y a partir de aquí todo el mundo hace su catarsis. Y eso ha calado no solo en la política y sus impulsores o en los medios de comunicación, sino en las generaciones que han sido educadas en el odio a lo español. ¿Cómo acabar con eso? Cerrando TV3”.

Ahora se ha visto que el objetivo final de la inmersión lingüística era inculcar en los alumnos una fuerte identidad nacional con la que estaban llamados a construir, algún día, el futuro Estat Catalá. Hablar catalán y solo catalán, ser del Barça, participar en la Diada (día nacional de Cataluña) y envolverse con pasión en la estelada se convirtieron en signos de modernidad y supuesto progresismo frente a la vieja cultura castellana, que terminó asociándose con un pasado imperial autoritario, con la leyenda negra española, con lo más caduco y rancio de la sociedad. Aquel que decidía hablar la lengua de Cervantes en ciertos ambientes académicos y culturales era un antiguo; aquel que simpatizaba con algo que oliese a español era maquiavélicamente señalado como cómplice del opresor Estado español, o pasaba a ser considerado, sencillamente, un fascista, un facha.

LA HISTORIA COMO JUSTIFICACIÓN

Al mismo tiempo que se imponía la lengua catalana sobre el castellano se arrinconaban los libros de historia de España, que quedaron reducidos a unos pocos en las estanterías de las bibliotecas, adoptándose los nuevos manuales de historia de Cataluña, convenientemente adaptados y revisados para argumentar y avalar la nueva ideología política independentista que estaba por llegar. Se recurrió a las manipulaciones históricas sin ningún pudor. De entrada, Cataluña jamás fue un Estado independiente, ni siquiera antes del nacimiento de España en 1492, ya que siempre perteneció a la Corona de Aragón. Pero el momento determinante en la supuesta historia de la oprimida y subyugada nación catalana se sitúa en la guerra de sucesión española (1701-1714). Los historiadores catalanistas han sido hábiles a la hora de inocular en varias generaciones de alumnos la idea de que Cataluña peleó por su independencia en aquella guerra, lo cual no es cierto. Fue una guerra de sucesión por el trono español, que no de secesión, algo que nunca existió. En aquella contienda desencadenada tras morir sin descendencia Carlos II, el Hechizado, último rey de la dinastía de los Austria, lo que en realidad estaba en juego no era la independencia de Cataluña, sino el sucesor al trono, o sea el heredero de la corona española. Castilla, con el apoyo de Francia, se decantó por Felipe V, nieto de Luis XIV de Francia y aspirante por la Casa de Borbón, mientras que Cataluña apostó por el archiduque Carlos de Austria, continuador de la familia de los Habsburgo. El bando austracista perdió la contienda, pese a contar con el apoyo de otras potencias como Inglaterra o Países Bajos.

ESPAÑOLES FASCISTAS

España, desde que se instauró el régimen del 78, es una democracia con plenas garantías, aunque con sus imperfecciones, como cualquier otro país occidental. Sin embargo, durante todos estos años el independentismo catalán ha logrado cosechar otra victoria, una vez más a costa de reinterpretar la historia a su antojo: la de identificar el Estado español con Franco, cuando en realidad el franquismo solo ocupa un periodo de 40 años, breve si se compara con los cinco siglos de historia de la nación española. La identificación entre español y fascista, tan malintencionada como injusta, es comúnmente aceptada en los ambientes independentistas. Y ha funcionado. Esta comparación ha calado hondo en muchos catalanes y explica buena parte del resentimiento y el rencor hacia todo lo español.

La idea propalada por los partidos separatistas es que Cataluña sufrió más que ninguna otra región española los estragos y miserias de la Guerra Civil, así como la cruel represión durante el franquismo. Nada más lejos de la realidad. En 2008, el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón solicitó a ayuntamientos y otros organismos oficiales del Estado una lista con los nombres de los desaparecidos durante la contienda civil y la posterior dictadura. La macabra nómina incluía al menos 143,353 personas represaliadas cuyos restos mortales siguen aún enterrados en cunetas y fosas comunes. El mapa del horror por comunidades autónomas demostró que, aunque es cierto que la represión en Cataluña fue severa (3,338 desaparecidos) fue mucho peor en Andalucía (42,131), Valencia (29,034), Galicia (7,000), Asturias (6,000), Aragón (9,538), Castilla-La Mancha (8,851), Castilla y León (14,660), Extremadura (9,486) y Madrid (3,424). El franquismo fue nefasto para toda España, aunque es verdad que aplastó la cultura y lengua catalanas.

LA PELIGROSA FRACTURA SOCIAL

Los independentistas están tratando de hacer creer a los catalanes que la desconexión con España será dulce y tranquila y que, al día siguiente de ser proclamada la secesión, soberanistas y unionistas convivirán en paz. Sin embargo, esa idea de la República “feliz”, no traumática, choca con la más cruda realidad. Más de un 60 por ciento de los habitantes de Cataluña creen que el “procés” ha dividido a la sociedad catalana, hasta partirla por la mitad. Es cierto que un 50 por ciento de la población que hoy se declara independentista no se siente a gusto con formar parte del Estado español, pero, ¿se sentiría integrada la otra mitad que no es independentista en una futura república catalana que haya roto todo lazo político, económico y afectivo con España?

La sociedad de Cataluña es mestiza, mezclada, heterogénea, y la mejor prueba de ello es que su género musical más autóctono y universal, la rumba de la que los catalanes sacan pecho en todo el mundo, hunde sus raíces en el flamenco. Y ya se sabe que no hay cosa más española que un buen fandango. En los años 50 y 60 del siglo XX miles de emigrantes andaluces, murcianos, extremeños y castellanos llegaron a la industrial Barcelona en busca de un trabajo y un futuro mejor. Ellos, proletarios y jornaleros, los llamados despectivamente “charnegos”, levantaron Cataluña con sus propias manos y Cataluña los acogió fraternalmente. Aquellos López, Sánchez, Rodríguez, Gutiérrez y Pérez tuvieron hijos y nietos que fueron a la universidad y que quizá para sentirse más integrados, para librarse del “estigma del español pobre”, terminaron convirtiéndose al independentismo más feroz e intransigente. Hoy muchos de ellos encabezan el movimiento secesionista, como Gabriel Rufián, diputado de Esquerra Republicana, que reconoce abiertamente ser hijo de “charnegos”.

Todas estas tensiones ideológicas y hasta raciales han terminado provocando corrientes nocivas en las entrañas de la sociedad de Cataluña. Desde que se inició el “procés”, numerosas familias y grupos de amigos han dejado de hablar de política. “En casa ya no tocamos el tema, hay silencio, optamos por no discutir”, asegura un joven catalán en una cadena de televisión. Qué mejor prueba de esa quiebra social que los ataques que vienen sufriendo algunos de los mejores intelectuales catalanes contrarios a la independencia, como el cantante Joan Manuel Serrat —gran luchador antifranquista— los escritores Eduardo Mendoza y Juan Marsé, o el propio Albert Boadella, que decidió abandonar su tierra tras los desprecios y amenazas que sufría.

En Barcelona, Nacionalistas de derecha queman una bandera como forma de protesta contra la independencia de Cataluña.Foto: JOSÉ JORDÁN/AFP

DEL “ESPAÑA NOS ROBA” AL SUPREMACISMO ECONÓMICO

Otro mito que se ha extendido ampliamente entre los catalanes que apoyan el secesionismo es que España es un nido de corruptos, un país con el que no se puede ir a ninguna parte porque sus políticos siempre terminan enriqueciéndose a costa de algún escándalo. Una vez más, nos encontramos ante otra falsedad que durante años ha servido para levantar un muro de intolerancia entre catalanes y españoles. Es cierto que la corrupción es un grave problema español, pero no lo es menos en Cataluña. A fecha de abril de 2016, la comunidad autónoma catalana figuraba en el cuarto lugar en el rankingde las más corruptas, con 14 grandes causas abiertas, entre ellas el caso Pujol, el caso Palau, caso ITV, Treball, Pretoria, Innova o Mercurio. Solo Madrid (con 21 sumarios abiertos), Baleares (18) y Andalucía (17) figuraban por delante de ella. Sin embargo, es frecuente pasear por la calle de cualquier ciudad de Cataluña y encontrarse con la típica pintada en la que puede leerse el manido eslogan de “España ens roba” (“España nos roba”). La frase no solo entraña un rechazo a la corrupción de la clase política española, sino al supuesto desequilibrio de cuentas entre la administración central y la autonómica catalana. Así, muchos catalanes que votan por partidos separatistas creen que con sus impuestos están sosteniendo a la España atrasada e improductiva. Opinan que con la independencia serían mucho más ricos, quitándose el lastre de tener que pagar las facturas y deudas de regiones económicamente menos fuertes como Andalucía y Extremadura. Un nuevo mito que ha arraigado en la sociedad catalana, el del andaluz vago y perezoso que vive a costa del dinero que generan los tenaces, trabajadores y emprendedores catalanes. Sin embargo, la mayoría de los estudios encargados por prestigiosas entidades financieras españolas desmontan este argumento. Un ejemplo: la idea de que Cataluña tiene que pagar a España en torno al 9 por ciento de su PIB en concepto de solidaridad (16,409 millones de euros) no es cierta. Josep Borrell y Joan Llorach, en su libro Las cuentas y los cuentos de la independencia, recogen datos de la Generalitat que apuntan a que el desbalance real para Cataluña alcanzó en 2015 unos 3,228 millones de euros (un 1.6 por ciento de su PIB).

ADIÓS, EUROPA

A lo largo de los últimos meses, el bloque independentista ha insistido machaconamente en la idea de que una hipotética independencia de Cataluña no supondría su expulsión automática de la Unión Europea. Así lo ha garantizado una y otra vez, en sucesivas comparecencias públicas, el vicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras. “No hay ningún mecanismo legal previsto, ningún tratado europeo, ninguna directiva, ningún artículo, ningún apartado de ningún artículo, ninguna línea de ningún apartado de ningún artículo que prevea la expulsión de la Unión Europa de alguien que ya es miembro”. Sin embargo, la Comisión Europea dictaminó en marzo de 2004 que “cuando una parte del territorio de un Estado miembro deja de formar parte de ese Estado, por ejemplo, porque se convierte en un Estado independiente, los tratados dejarán de aplicarse en este Estado”. En otras palabras, una nueva región independiente, por el hecho de alcanzar su independencia, se convertirá en un tercer Estado en relación a la Unión, y desde el día uno tras la secesión “los tratados ya no serán de aplicación en su territorio”.

EL PARAÍSO CATALÁN

En estos últimos años, los secesionistas han logrado convencer a más de un 40 por ciento de la población de que con la independencia los catalanes nadarán en la abundancia, adelantando en nivel de renta per cápita a los mismísimos suizos o alemanes. Hay quien cree que la intención última de los independentistas es convertir Cataluña en una nueva Arcadia feliz, una especie de paraíso en la Tierra, más bien un paraíso fiscal lleno de prosperidad y felicidad total completamente aislado del mundo exterior. Sin embargo, la mayoría de los informes de organismos oficiales alertan que la independencia abocaría a millones de catalanes a una inmediata travesía en el desierto en la que sufrirían los rigores de una nueva crisis económica. Pese a la aparente despreocupación de los independentistas, lo cierto es que la mera sombra de la secesión ha desatado el pánico en el mundo financiero en los últimos días. Los grandes bancos catalanes como CaixaBank o el Banco Sabadell decidieron trasladar sus sedes sociales a Valencia y Alicante, respectivamente, mientras importantes empresas como Gas Natural o Agbar han optado también por abandonar tierras catalanas, incluso para instalarse en Madrid. Parece claro que el “procés” empieza a pasar factura a la economía catalana, hasta hoy uno de los motores de la zona euro.

Informes de la patronal y de la banca aseguran que, tras la independencia, la comunidad autónoma perdería un 20 por ciento de su PIB, ya que quedaría automáticamente fuera de la Unión Europea, aunque España también saldría seriamente perjudicada al quedarse sin los 200,000 millones del PIB catalán. La desconexión dejaría a Cataluña fuera del Banco Central Europeo (BCE), sin la liquidez y las líneas de crédito que proporciona el derecho a pertenecer a la UE. Los fondos estructurales y de inversión europeos que se destinan a la creación de empleo y a una economía sostenible se perderían (más de 1,400 millones de euros entre 2014 y 2020). Las pensiones de jubilación correrían peligro. La prima de riesgo se dispararía a niveles de 2012 (cuando llegó a tocar los 650 puntos) generando una nueva tormenta financiera y un posible corralito bancario, quedando bloqueados los fondos de los ahorradores y abocando a pérdidas importantes a los grandes bancos catalanes. De ahí que CaixaBank y Banco de Sabadell hayan optado por marcharse de Cataluña antes de que estalle la tormenta. El desempleo crecería unos cuantos puntos (se calcula que hasta 447,000 personas en paro), situando la tasa en el 34.4 por ciento de la población activa. Una buena porción del turismo se desplomaría por la inestabilidad social y la inversión extranjera buscaría mercados más seguros. Los nuevos aranceles que se establecerían entre España y Cataluña, rotas ya las relaciones comerciales y también los tratados de la UE, retraerían aún más el intercambio de mercancías con otros países. Sin embargo, los soberanistas no han explicado nada de esto a los catalanes. Ellos consideran que esas cifras son “catastrofistas” y forman parte de la guerra de propaganda iniciada por el Estado español.

Un oficial de policía prende a un hombre fuera de una mesa de votación en Barcelona, el 1 de octubre, el día que se realizó un referéndum prohibido sobre la independencia de Cataluña. Foto: PAU BARRENA /AFP

¿Y AHORA QUÉ?

Carles Puigdemont tiene la última palabra. Si persiste en mantener la declaración unilateral de independencia, Rajoy apretará el botón rojo y aplicará el artículo 155 de la Constitución, que será activado por el Senado. El 155 es terra incognita, nadie sabe exactamente lo que es ni cómo se aplicaría. En su grado más suave conllevaría la suspensión de la autonomía catalana y el control de las cuentas públicas por parte del Estado. Un retroceso de cuatro décadas hacia lo peor del centralismo. En su versión más dura cabría incluso la intervención militar en las calles, aunque la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, aseguró hace unos días que no lo ve factible. En cualquier caso, la imagen de las tanquetas del Ejército español atravesando la Diagonal de Barcelona sería un hecho histórico de consecuencias imprevisibles. La “ulsterización” de Cataluña, el control militar de su territorio, alimentaría aún más la mecha del conflicto. Entre los dos millones de independentistas los hay que estarían dispuestos a plantar cara al Estado, incluso a emprender una lucha más activa y violenta. El incendio en Cataluña podría extenderse a las Islas Baleares y a la vecina Comunidad Valenciana, donde viven miles de secesionistas que apoyarían a sus hermanos catalanes, con los que comparten una lengua, una bandera y un proyecto común en los futuros Països Catalans. Un escenario dramático y espeluznante que recuerda mucho al que ya se vivió en España en 1936, cuando estalló la guerra civil. Un conflicto sangriento que, por lo visto, no estaba tan felizmente superado ni sus heridas tan cicatrizadas como muchos pensaban.

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