La posverdad es una trampa tendida a nuestra conciencia, red para atrapar neuronas distraídas. Se teje en verdades que modifican nuestro pensar y actuar. Educa a la mente para ver el mundo dispuesto: violencia, desastres naturales, políticos sonrientes, catástrofes sociales. La posverdad es el código que sella la producción noticiosa y opera allí donde la incertidumbre violenta las certezas sobre la realidad y el mundo.
La posverdad radica dentro de una estructura de la realidad abierta al absurdo y al desastre, un menú funesto: sopa de instituciones, huevo con corrupción, ensalada de amenazas internacionales, macarrones con damnificados, gelatina de ejecutados y agua de inundación. Mensajes encriptados en los escombros del periodismo.
La gramática de la posverdad obedece a los principios de un performance: enuncia la existencia del cuerpo de una niña atrapada entre los escombros, narra con lágrimas una ficción, difunde testimonios imaginarios, capta la atención nacional. Frida Sofía es un espectro emanado de la ansiedad post sísmica en la Ciudad de México. Una excéntrica pesadilla encima de un carrusel con la historia repetida. Un déjà-vu de las ruinas anteriores.
Documental 19/17 “Sismo del 19 de Septiembre del 2017” Cronología en la CDMX de Guillermo L.Vázquez en Vimeo.
Creer en fantasmas es más fácil que buscar nuevos horizontes narrativos. Ordenar el mundo con fuerzas ficticias es la manera más sutil de ejercer el poder político, porque el Estado siempre impone una manera de contar la realidad. “Tras cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues es tal la proporción numérica con la que los muertos superan a los vivos”, escribió Arthur C. Clarke en 2001: Una odisea espacial.
La posverdad es la patafísica de nuestra época: una transmisión en vivo tiene más credibilidad que una nota de periódico. Lo que importa ya no es el hecho, sino la experiencia de vivir ese hecho. “No hay verdad que resista su verificación”, dice el filósofo Jean Baudrillard. Por eso nos reafirmamos en Instagram: yo estuve ahí-ahora estoy en tu pantalla dándote like. Un feedback perpetuo en lucha por la autorrepresentación.
La posverdad es la comunión de estados de ánimo exaltados, el tren del mame y el relativismo narcisista: un calcetín con cloroformo que nos ponemos todas las noches antes de dormir. Un frappuccino de unicornio, dragón o sirena, criaturas mitológicas destinadas a explicar el mundo de los fantasmas.
El periodismo de investigación puede identificar y desactivar las trampas ficticias que rodean el ámbito noticioso. Si el periodismo de investigación nos ofrece una experiencia de lo sensible, es posible que pueda trascender los linderos de la posverdad. Para eso necesita deconstruirse y ponerse en cuestión a sí mismo.
El germen de la posverdad es propicio en una sociedad que tiende a la aceleración: la lista de tareas diarias puede ser infinita, hechas simultáneamente en cualquier momento. La religión sacrificial del estar en línea todo el tiempo, ser eficaz y estar estresado. La pantalla es un tumor que nos acompaña siempre.
La posverdad provoca múltiples confusiones sobre el actuar público. Albergues con más palas que picos, con más cascos que cuerdas, con más sándwiches que agua oxigenada. Por eso, la posverdad es un estado de derrumbe permanente. Una aseveración que secunda a la verdad. En ese orden, la verdad se suspende para instituir la experiencia.
El gobierno pide cobijas y lonas por las redes sociales: realiza un performance de caridad para eludir responsabilidades. Su acción muestra la simulación como forma de huída para no enfrentar la realidad violenta. Nuestra conciencia estaba ya dominada por la erupción de la barbarie y el derrumbe.