Guerra con Rusia: Trump está perdiendo la batalla

En los últimos seis meses, les he preguntado discretamente a profesionales de contrainteligencia actuales y retirados: “¿Quién se está asegurando de que Rusia no socave nuestra democracia?” La respuesta ha sido siempre la misma: “No sé, pero espero que alguien lo esté haciendo”. Pero dado que el Presidente Donald Trump se niega a aceptar la interferencia de Rusia en la elección presidencial de 2016, no estoy seguro de que alguien lo esté haciendo.

La investigación a Trump y Rusia que lleva a cabo el consejero especial Robert Mueller se está calentando. Y las potenciales acusaciones criminales contra el presidente y su equipo se han convertido en la historia más grande en el país. Ello se debe en parte a que Trump es tan polarizador. Pero la investigación criminal y la creciente ira pública no harán algo para detener la amenaza más amplia que presentan Rusia y su presidente, Vladimir Putin.

La amenaza de Moscú no es frívola. Parece haber resultado en una operación exitosa contra Estados Unidos, la cual posiblemente empezó mucho antes de que Trump fuera presidente. Los rusos no solo penetraron en el círculo íntimo del presidente, sino que también usaron los medios sociales para difundir noticias falsas y tal vez incluso hayan atacado los sistemas de votación.

Ante las repercusiones de esta campaña, EE UU ha hecho demasiado poco para fortalecer sus defensas contra este tipo de operaciones. No ha habido exigencias de aumentar el presupuesto de la comunidad de inteligencia para contrarrestar a Rusia y otras amenazas de inteligencia para EE UU. Muchos parecen pensar que podemos derrotar a Moscú con simplemente destituir a Trump del cargo. Esa es una idea peligrosa.

Yo entiendo bien la amenaza rusa. En 1989, un oficial soviético de inteligencia entró a la oficina de mi padre en la Ciudad de Nueva York. El hombre, un oficial militar asignado a la Misión Soviética ante Naciones Unidas, quería hacer negocios legítimos, o así lo pensó mi papá. Mi padre, un inmigrante pakistaní, dirigía una pequeña compañía contratista de la defensa que abastecía al gobierno de EE UU con libros y material de investigación. Así, aun cuando un soviético parado en la oficina de mi papá era anormal, lo que él pidió —información sobre la no proliferación nuclear y el control de armas— no lo era. Pero transcurridos 20 minutos, dos agentes especiales del FBI le pedían su ayuda a mi padre para vigilar a los soviéticos. Con aprobación de ellos, mi papá seguiría haciendo negocios con el enemigo y compartiría la información que obtuviera con la agencia. Fue el comienzo de una relación de varias décadas entre los soviéticos/rusos, el FBI y mi familia que continuó hasta 2009.

Mi padre vio de primera mano cómo la desaparición de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría no tuvieron un impacto en el juego ruso de espionaje. Después del colapso de la URRS, oficiales de inteligencia de la Misión Rusa ante Naciones Unidas con mucha rapidez empezaron a presentarse en la oficina familiar, retomando donde se quedaron los soviéticos, buscando la misma información. Ellos siguieron viendo a Estados Unidos con la perspectiva de la Guerra Fría. Todavía éramos el enemigo.

Pero la inteligencia de EE UU veía a los rusos de una manera un poco diferente. En 2005, empecé a trabajar para el FBI contra los rusos como agente doble. Mientras que mis encargados y yo estábamos completamente enfocados en nuestro viejo adversario de la Guerra Fría, el resto de EE UU estaba preocupado por el terrorismo y Al-Qaeda. Los agentes con quienes trabajé eran patritas dedicados y profesionales, pero tenían poco apoyo o recursos. A menudo bromeaba con ellos sobre los autos de segunda mano que manejaban, y ellos se reían por lo bajo y gemían. Los agentes libraban una batalla que el pueblo estadounidense pensaba que había terminado. Entonces, ¿cómo podía el FBI gastar más dinero en ello cuando acabábamos de ser atacados por un enemigo diferente? No podía.

La agencia estaba comprometida con la contrainteligencia, pero estaba lejos de ser una alta prioridad. Durante mi operación, fui contactado por un agregado militar de otro país e invitado a conocerlo. Mientras estaba sentado en su consulado en Manhattan, bebiendo té, el agregado me dijo que buscaba “alguien en D.C. con quien ponerme en contacto”, una señal positiva e intrigante. Excitado por la reunión, reporté los detalles de mi discusión al FBI y luego esperé instrucciones de qué hacer después. Pasaron semanas sin más direcciones de la agencia. Finalmente, uno de los agentes me dijo afligidamente que “el agente responsable de ese país no respondería mis llamadas”. Nunca hablé de nuevo con el agregado y nunca supe a quién en D.C. iba a contactar. Fue una oportunidad perdida.

Moscú rara vez pierde oportunidades. Hablar con un oficial ruso de inteligencia siempre era una experiencia intensa y sobria. Los rusos desconfiaban de todos y de todo. Las tácticas que empleaban para evadir la vigilancia del FBI eran sencillas pero tremendamente efectivas. Por ejemplo, los rusos concluían cada reunión conmigo entregándome un menú o una tarjeta de presentación de otro restaurante. Luego, una semana más tarde, recibía una llamada breve invitándome a almorzar. Al final de la reunión, el proceso se repetía. Nunca hubo una discusión por teléfono o correo electrónico. Su devoción disciplinada con la seguridad dictaba que toda nuestra comunicación ocurriera en persona. Esto significaba que, a menos que el FBI supiera dónde iba a reunirme con mis “encargados”, ellos habrían batallado para saber cómo monitorearnos. Los rusos habían dominado su arte, mientras que los agentes del FBI batallaban para seguirles el paso.

Conforme mis días trabajando encubierto contra los rusos llegaban a su final, me preocupaba más y más por este desequilibrio. En un mundo posterior a la Guerra Fría, es fácil entender por qué justificar el costo de la contrainteligencia tal vez se haya vuelto políticamente difícil. Pero nadie se lo dijo a los rusos. Con las acciones de contrainteligencia del FBI languideciendo, ellos hallaron la oportunidad perfecta para atacarnos.

Ante las repercusiones de ese asalto, EE UU todavía no ha reconocido algún fracaso de contrainteligencia, tampoco ha buscado adecuadamente arreglarlo. Mientras el presidente de Estados Unidos siga llamando a la interferencia rusa un “engaño” y una “noticia falsa”, las debilidades que los rusos explotaron para socavar exitosamente nuestra democracia nunca serán fortalecidas. Si la interferencia electoral rusa en 2016 nos ha enseñado algo, es que debemos devolverle a la contrainteligencia del FBI el estándar que tenía en 1989 cuando ellos entraron a la oficina de mi papá: ser capaces de detectar y contrarrestar una acción rusa de reclutamiento en 20 minutos.

Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek