Una fuerza llamada paz

Experimentar formas de organizar sociedades es tan antiguo como la humanidad. Comenzó con tribus y clanes, siguió por las polis griegas, reinos feudales, estados socialista y llegó a las democracias de participación directa.

La mayoría de estas transformaciones políticas han sido el resultado de innumerables conflictos bélicos, y es hasta recientemente que el individuo común tiene acceso a un mecanismo clave para generar un cambio fundamental en su entorno: la manifestación pacífica.

La manifestación pacífica, como expresión inequívoca de inconformidad con la clase política dominante, es indispensable en toda sociedad democrática.

Durante la primera mitad del siglo XX, Mahatma Gandhi, el epítome de la no violencia, demostró el enorme poder que posee la población cuando se organiza con un objetivo.

Cuando la ciudadanía no percibe que sus intereses son representados dentro del marco institucional, suele recurrir a la manifestación pública de rechazo o reclamo.

En los últimos seis meses, una orden ejecutiva en Estados Unidos generó protestas en múltiples aeropuertos norteamericanos; un decreto presidencial en Rumania, —considerado por sus críticos como una despenalización de la corrupción gubernamental— provocó las manifestaciones más numerosas desde la caída del comunismo en ese país. Protestas masivas en Corea del Sur terminaron por separar de su cargo a la presidenta.

En el plano local, miles de manifestantes en los diferentes municipios de Baja California, tomaron las calles, —e incluso edificio públicos— para mostrar su indignación con la reforma del agua que permitía su privatización.

Esta presión popular fue de tal magnitud, que el gobernador abrogó la ley.

Una de las razones por la que movimientos pacíficos coordinados suelen ser exitosos en conseguir sus objetivos, es la participación masiva.

La diversidad de participantes logra legitimar los reclamos populares. Y cuando una manifestación incluye a mujeres, niños, personas de la tercera edad, líderes religiosos, académicos, etcétera, se suele reducir la posibilidad de represalias agresivas.

En muchos casos las fuerzas del orden se rehúsan a utilizar violencia contra manifestantes que no sean claramente identificados como militantes o agentes políticos.

Las manifestaciones pacíficas que llegan a convertirse en movimientos políticos, generalmente logran propiciar la deserción de miembros de la clase dominante.

En los años ochenta, obreros polacos organizaron una serie de huelgas y posteriormente constituyeron “Solidaridad”, que se convertiría en una organización política trascendental en la historia moderna de ese país.

“Solidaridad” desgastó a la supremacía comunista y atrajo alrededor de 10 millones de simpatizantes que llamaron a elecciones y lograron la transición a un sistema democrático.

Las manifestaciones populares de inconformidad no se limitan a tomar las calles u okupar edificios públicos.

Otras acciones como el boicot han sido instrumentales en la lucha de los derechos civiles en Estados Unidos, o la derogación de la segregación racial de Sudáfrica, conocida como Apartheid.

El poder de la gente para cambiar incluso dictaduras anacrónicas a través de la manifestación pacífica, fue demostrado en Túnez hace un par de años, despertando lo que se conocería como la Primavera Árabe.

Pero el desafortunado desenlace del movimiento en Egipto, Libia y Siria, nos recuerda que corrompido el espíritu pacífico, los reclamos legítimos pueden terminar en una tragedia de proporciones históricas.