¿El colegio electoral de EE. UU. puede parar a Donald Trump?

Los estadounidenses no eligen a sus presidentes directamente, mediante el voto popular. En lugar de ello, cada ciudadano vota por una planilla de electores en el estado en el que residen, quienes se comprometen a apoyar al candidato ganador en ese estado.

En otras palabras, los candidatos presidenciales ganan todos los votos electorales de cada Estado en el que obtuvieron los votos populares del mismo.

Existen dos excepciones: Maine y Nebraska dividen a sus electores entre el ganador del Estado correspondiente, considerado en conjunto, y los ganadores de los distritos electorales que se encuentran en dicho estado.

Los electores de todo Estados Unidos conforman un organismo denominado Colegio Electoral, aunque no se trata de un solo cuerpo deliberativo, sino de varios organismos que se reúnen en la legislatura de cada Estado el 19 de diciembre para elegir al próximo presidente de Estados Unidos.

Sus votos se transmiten a la Cámara de Representantes de Estados Unidos, donde son contados y certificados. 

En caso de que ninguno de los candidatos obtenga una mayoría de votos electorales (es decir, 270), la Cámara, que vota por delegaciones estatales, elige al presidente de entre los tres candidatos que hayan obtenido la mayor cantidad de votos electorales.

La elección del presidente por parte de la Cámara ha ocurrido tres veces en la historia estadounidense: en 1801, 1825 y 1877.

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Cuando los fundadores de Estados Unidos crearon este sistema, su objetivo fue que los electores fueran un organismo independiente que filtrara la voluntad del pueblo y ejerciera su discrecionalidad para elegir candidatos que realmente fueran aptos para asumir el cargo.

A ellos les preocupaba particularmente que un demagogo pudiera ascender hasta el máximo cargo y llevara a la República al tipo de ruina que habían enfrentado tantos países en el registro histórico de democracias fallidas.

Con el paso de los años, el Colegio Electoral cuenta, por norma, con leyes hechas a medida y específicas según cada Estado, lo que lo ha llevado a convertirse en un simple mecanismo de conteo en lugar de una verdadera institución deliberativa. 

Es de esperarse que los electores, seleccionados por sus partidos, voten por el candidato de su propio partido.

Sin embargo, la constitución estadounidense en realidad no les exige que hagan esto, y 21 estados no tienen ninguna restricción formal con respecto a la selección de los electores. 

Veintinueve estados cuentan con leyes que exigen que los electores apoyen al candidato de su propio partido, pero las penalizaciones por no hacerlo no son graves.

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En la historia moderna de Estados Unidos, varios electores han votado por candidatos distintos a aquellos con los que están comprometidos. Han sido calificados como “electores sin fe”.

Con la victoria sin precedentes de Donald Trump el día de la elección, han surgido en Estados Unidos varios esfuerzos para revivir los aspectos deliberativos del Colegio Electoral con el objetivo de evitar que un demagogo se convierta en presidente.

En una de las peticiones se insta a los electores a seleccionar a Hillary Clinton con base en el hecho de que ella recibió al menos 1.7 millones de votos más que Trump en el total de la votación popular entre los estados de la nación.

Esta petición en línea recibió un millón de firmas pocas horas después de haber sido presentada, y 4.5 millones de firmas en un lapso de pocos días.

En la Universidad de Texas en Austin, mis colegas Sanford Levinson (de la Facultad de Derecho) y Jeremi Suri (del área de Historia) y yo presentamos una propuesta distinta para una acción independiente por parte de los electores.

En un artículo de opinión publicado en el diario New York Daily News, sugerimos que una coalición bipartidista de electores comprometidos con Hillary y 37 electores comprometidos con Trump voten por algún republicano que no sea Trump para impulsar la elección hacia la Cámara de Representantes controlada por los republicanos.

La reacción ante esta propuesta ha sido mixta, como cabría esperarse. Algunas personas se sienten aliviadas y entusiasmadas por el hecho de que existe al menos una mínima posibilidad de evitar que un autócrata llegue al poder. Otras personas se sienten bastante furiosos y preocupadas de que tal esfuerzo pudiera desatar una crisis constitucional al minar la legitimidad de la elección.

Nosotros presentamos la propuesta como un genuino intento de conjurar una amenaza existencial contra la República Estadounidense. Pero incluso si la propuesta no llega a ningún lado, lo cual es muy probable, sirve como una especie de prueba de la verdadera opinión de los estadounidenses que la tomen en cuenta.

Si realmente pensamos, como muchos estadounidenses afirman creer, que Trump será un autócrata (de hecho, para muchos comentaristas, él es la versión estadounidense de un fascista), ¿es posible afirmar seriamente que la amenaza planteada por esta propuesta de alterar las normas establecidas es mayor que la amenaza planteada por Trump?

O bien, ¿realmente no creemos que la demagogia sea un serio problema o que Trump posea un espíritu tiránico?

Este artículo apareció por primera vez en el sitio web de la London School of Economics.
El presente artículo expone el punto de vista del autor y no la postura de USApp– American Politics and Policy, ni la de la London School of Economics.
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek