“Ningún ser humano escoge dónde nacer ni de quién”,
sentencia Gloria Hernández, directora del penal de Santa Martha Acatitla, en la
CDMX, en un reportaje par el diario español
El País. Señala que las reclusas reciben orientación sobre planificación
familiar, sin intentar disuadirlas de procrear porque estaría violando sus
derechos reproductivos. “Nosotros no modificamos su pensamiento sobre la
maternidad”.
La pequeña Geraldine vive en la cárcel con Yuliana, su
mamá. Se despierta cada mañana en una estancia que comparten con otras dos
mujeres y sus hijos, sabe que tiene que guardar silencio si hay un bebé
dormido. Esta forma de vida se terminará cuando Geraldine cumpla seis años y
tenga que abandonar el penal.
En 2019, Geraldine pasará de residente a visitante y,
si sus padres permanecen allí, pasará casi toda su vida conviviendo en el área
de visitas. Su mamá purga una condena de 40 años por secuestro, su papá está
recluido en una penitenciaría cercana por el mismo delito. Con la esperanza de
evitarlo, la pareja libra una batalla legal para quedar absueltos y poder salir
un día a disfrutar de la libertad con su hija.
El número de niños que viven con sus madres en las
prisiones mexicanas es impreciso. El INEGI habla de unos 550 en 2015, mientras
la organización Reinserta refiere
377, durante el mismo periodo. Los activistas hablan de 120 niños en Santa
Martha, y la directora del penal afirma que son 82.
De acuerdo con el informe 2015 de Reinserta, de los 74 centros de
reclusión con mujeres sentenciadas en el país, 15 son exclusivos para ellas y
59 son mixtos, de los cuales en 53 no hay guarderías ni impartición de
educación básica. En el caso de la Ciudad de México, Santa Martha es el único
reclusorio que cuenta con un Centro de Desarrollo Infantil (Cendi).
Los 82 niños que habitan la zona materno-infantil de
esta cárcel de mujeres, ubicada al oriente de la capital mexicana, no saben que
viven en una cárcel. Desde la estancia infantil construida para ellos son
visibles los dormitorios de las reclusas, pero las madres y el personal
penitenciario han creado un pequeño mundo “lo más parecido posible al normal”
para que los menores vivan casi como cualquiera durante sus primeros seis años
de vida. Al cumplirlos, deberán abandonar el lugar donde nacieron y a sus
madres para poder ejercer plenamente sus derechos: a la educación, a la libertad
y a un ambiente sano y libre de violencia. Si tienen familia fuera, se irán con
ella. Si no, su nuevo hogar será un albergue del Gobierno.
El esfuerzo por aislar a los pequeños del ambiente
penitenciario dura de ocho y media de la mañana a cinco de la tarde. Luego ya
le entran al rudo mundo del encierro, cuando se quedan con sus madres a veces
en su celda, a veces en los pasillos, sin que nadie pueda evitarles ver peleas
o escuchar malas palabras.
Los pequeños saben que hay algo diferente, preguntan
porque las mamás no pueden acompañarlos: “Estoy castigada, hijo, me porté mal”,
le explica una a su hijo, ella cumple una condenada de 25 años por homicidio.