Jamás he sido bueno para los autos. No sé cambiar un neumático o una bujía. Metí reversa y destrocé la puerta de la cochera de mis padres, y una vez puse diesel en la minivan de papá (usaba gasolina y tuve que vaciar el tanque).
Sin embargo, no tuve que preocuparme de conducir durante 11 años. Vivía en Nueva York. Pero el verano pasado, me mudé a Los Ángeles, una ciudad donde un enema se considera comida y un auto se considera un segundo hogar.
La zona urbana de Los Ángeles está atiborrada de coches y en 2015, el angelino promedio perdió 81 horas en un embotellamiento, según Inrix, compañía que estudia el tráfico. Angustiado ante la posibilidad de quedar aprisionado en un Prius, escuchando “California Love” hasta llenarme de odio, postergué la compra de un vehículo. Sigo haciéndolo, y he descubierto algo sorprendente: no necesitas un auto en L.A. Desde mediados de 2013, la ciudad ha instalado más de 72 kilómetros de carriles para bicicletas y terminó la nuevo Expo Line, que ahora conecta el centro con Santa Monica Pier(sí, L.A. tiene metro). Los Ángeles también tiene muchos más conductores Uber que hace tres años.
Todos los días camino, uso el transporte público, monto bicicleta y pago a desconocidos para que me lleven a cualquier parte. Igual que cada vez más personas, según un estudio del Condado de Los Ángeles, trabajo desde mi casa, lo cual me permite prescindir del coche. Mi barrio, Santa Mónica, es increíblemente agradable para caminar. Además, montar en bicicleta es rápido y barato (a veces, inquietantemente rápido y barato).
Liberado de la carga de tener un auto propio, no tengo que preocuparme por conducir ebrio o encontrar estacionamiento. Lyft es mi limosina. Me desplaza adonde sea por 400 dólares mensuales o 4800 dólares al año, menos de la mitad de lo que gasta anualmente cualquiera que mantenga y opere un sedan promedio.
Como todos en Santa Mónica, he estado tentado a tomar en alquiler un BMW blanco. No por necesidad, sino por respeto. Incluso con el creciente número de expatriados de la Costa Este —quienes tienden a definir el estatus más por lo que sabes que por lo que vistes—, la falta de auto conlleva un estigma terrible. Es un símbolo de estatus tan importante que la gente habla de ello en Tinder: “Si conduces un Prius, pasa el dedo hacia la izquierda”, escribió una mujer. No congeniamos.
Esa es la razón de que estuviera tan nervioso en diciembre pasado, cuando me reuní con una joven en el centro. Era nuestra primera cita, y no quería hablarle de mi, digamos, problema. Pero mientras buscábamos un restaurante, se volvió a mirarme, obviamente preocupada.
“Tengo que decirte algo”.
Mi mente corrió como loca: ¿Es alérgica al gluten? ¿Juró lealtad a Abu Bakr al-Baghdadi, líder del Estado Islámico?
“Yo…”, balbuceó.
Esto es muy malo, pensé.
Por fin, lo dijo.
“¡No tengo auto!”
Sonreí. “¿Alguna vez has puesto diesel en un Chevy Venture, accidentalmente?”
No, contestó.
Fue en un Nissan Sentra.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek