El universo sucede adentro

 

El otro día, en medio de una de esas conversaciones que empiezan como desahogo y terminan como epifanía, alguien dijo: “no somos nada”. Así, sin contexto ni advertencia. Una frase arrojada como quien lanza una piedra a un lago para ver si el agua devuelve algo.

Otra voz, casi automática, respondió con humor negro: “pues si somos… somos una plaga para el mundo”. Nos reímos, porque a veces la risa es la única forma digna de no pensar demasiado.

Y entonces llegó la estocada tranquila: “Antes del Big Bang no existía nada.”

Y eso bastó. Un silencio minúsculo —menos que un parpadeo— abrió una grieta. Y ahí me quedé. Entre el chiste, la física y la realidad incómoda. En ese espacio raro donde piensas demasiado para la hora que era. donde el cuerpo se queda quieto un segundo de más porque algo, muy adentro, se movió.

Pensé: si realmente no somos nada, ¿cómo se explica esta capacidad de quebrarnos?
¿Cómo una canción nos puede hundir como si la herida fuera nueva?
¿Cómo un recuerdo se activa con la precisión de una chispa y enciende todo lo que dábamos por dormido?

La mía es Holocene. A veces basta escuchar los primeros compases para que todo lo que intento sostener se me ablande entre las manos. La escuché por primera vez en un aeropuerto vacío, de madrugada, y desde entonces me recuerda que la vida es demasiado frágil como para fingir control. Cada vez que empieza, recuerdo que somos pequeños… pero no insignificantes.

La ciencia, que a veces es más poética de lo que admite, respalda esa intuición.
La neurociencia dice que el cerebro no distingue del todo entre lo que vivimos y lo que imaginamos: las mismas rutas neuronales se encienden cuando recordamos, soñamos o sentimos. Y la cosmología insiste en recordarnos que los átomos que nos componen nacieron en estrellas que murieron hace millones de años.
Somos un remanente luminoso tratando de entender por qué algo nos duele cuando nadie está mirando.

Estamos hechos del polvo de algo que ardió hasta desintegrarse.
Y aun así creemos que sentir demasiado es debilidad.

Tal vez por eso confundimos tamaño con importancia.
El universo es enorme, sí. Pero todo lo que importa ocurre en un territorio diminuto:
nuestra caja torácica, ese espacio donde cabe una tormenta entera sin derramarse.
Ahí vive el miedo.
Ahí vive el deseo.
Ahí se esconde el temblor que sentimos cuando algo amenaza con ser verdad.

Y aun así, con esa maquinaria milagrosa latiendo dentro, somos criaturas extrañas: capaces de llorar por un mensaje no contestado y, al mismo tiempo, de poner en peligro bosques completos como si fueran maquetas desechables.
Admiramos un amanecer y tiramos basura.
Pedimos sentido mientras tratamos la vida como si tuviera repuestos. Queremos enamorarnos como si fuéramos eternos, pero vivimos como si fuéramos desechables.

A veces pienso que la existencia es un examen sin instrucciones.
Una especie de juego silencioso para ver cuánto tardamos en entender que este mundo no tiene botón de reinicio y que nuestras acciones —las pequeñas, las torpes, las luminosas— dejan marcas que no se borran con facilidad.

Y aun así seguimos.
Seguimos buscando significado en los huecos.
Seguimos intentando no fallarnos tanto.
Seguimos inventando explicaciones para no sentirnos tan solos en este planeta que se mueve por el espacio a 107 mil kilómetros por hora como si supiera perfectamente a dónde va.

Tal vez no seamos nada en la escala cósmica, pero en la escala íntima —donde late lo que duele y vibra lo que salva— somos todo.
Somos lo que rompemos, lo que cuidamos, lo que no supimos sostener y lo que aprendimos al fin, cuando ya había prisa. Somos lo que nos contamos para sobrevivirnos.

Y en esa contradicción vivimos: destruimos un mundo que no podemos reemplazar, mientras buscamos un universo que siempre ha estado escondido donde menos miramos. Es en esa mezcla de fragilidad y claridad, que aparece una certeza que no pide permiso: el universo no está allá afuera buscándonos.
Está sucediendo adentro, detrás del esternón, donde caben galaxias que nadie más ve.

Porque, aunque suene cursi sin caer en ello: es cierto, quizá no somos nada, nunca fuimos nada…
pero dentro de cada uno cabe un universo entero, sólo hay que poner atención.