La noche del primero de noviembre, mientras las calles de Uruapan se llenaban de luz y color para celebrar el Día de Muertos, la violencia decidió robarse la escena. Carlos Manzo, alcalde independiente y una de las pocas voces que se atrevieron a desafiar al crimen organizado, fue asesinado a plena vista del pueblo que lo eligió. El ataque ocurrió en el centro histórico, en medio del Festival de las Velas. Había música, familias, turistas… y un Estado ausente.
Su muerte no fue un hecho fortuito. Fue la crónica anunciada de un crimen previsto. Manzo había denunciado en múltiples ocasiones la presencia del Cártel Jalisco Nueva Generación en los alrededores de Uruapan, los campamentos armados en la sierra y la corrupción que, a su juicio, penetraba las instituciones locales. Había pedido apoyo al gobernador, a la federación, a la presidenta. Solicitó refuerzos, vehículos blindados, más elementos de la Guardia Nacional. A cambio, recibió silencio, promesas vacías y un par de escoltas que (como ya se ha revelado) actuaron con torpeza y lentitud en el momento decisivo.
Los videos del atentado muestran lo que las cifras oficiales no quieren admitir: que el Estado mexicano ha perdido el monopolio de la fuerza, y que ni siquiera puede proteger a sus propios representantes. Los miembros de la escolta federal asignada al alcalde fallaron en todos los protocolos básicos de seguridad: no se formó perímetro, no se evacuó la zona, no se identificó la amenaza. Manzo cayó mientras sus supuestos protectores reaccionaban con desconcierto. Esa omisión no es solo un error operativo: es una condena moral.
Lo más indignante no fue únicamente la ejecución de un hombre valiente, sino la indiferencia posterior. La presidente Claudia Sheinbaum condenó el hecho con una frase burocrática (“la única manera de construir paz es con justicia”) y siguió con su agenda. No viajó a Uruapan, no exigió cabezas, no dio la cara. Su silencio fue más que una falta de empatía: fue una señal de que en México un alcalde asesinado no altera la rutina del poder.
La ciudadanía, en cambio, sí reaccionó. Las imágenes del alcalde abatido recorrieron las redes sociales con una mezcla de dolor, rabia e incredulidad. En cuestión de horas, su nombre se volvió tendencia nacional. Marchas en su estado y la promesa de una gran marcha en la Ciudad de México, consignas repudiando a MORENA. La gente lo llamó “el alcalde valiente”, “el hombre que no se vendió”, “el que murió pidiendo ayuda”. Manzo, un hombre decente y cercano al pueblo, se convirtió en símbolo de la tragedia nacional: un servidor público que creyó en la ley y fue traicionado por el propio Estado.
El caso Manzo exhibe la fractura más profunda del sistema mexicano: la distancia abismal entre el discurso de la seguridad y la realidad del territorio. Los alcaldes gobiernan solos, rodeados de amenazas, sin apoyo, sin inteligencia operativa y con escoltas que no saben proteger ni a quien los paga. Los criminales matan con precisión quirúrgica, mientras los cuerpos de seguridad responden con torpeza burocrática. En esa asimetría se mide el colapso del Estado mexicano.
A pesar de las detenciones anunciadas (dos presuntos responsables y un atacante abatido), el fondo del asunto no está en los sicarios, sino en la impunidad que los alimenta. Ninguna cifra ni conferencia de prensa borrará el hecho de que un alcalde fue asesinado frente a su pueblo y frente a sus “guardaespaldas”. Eso no es un accidente: es el retrato de un país sin gobierno efectivo.
Carlos Manzo fue más que una víctima. Fue un recordatorio de lo que el poder teme: la honestidad. Murió porque se negó a pactar, porque quiso limpiar un municipio dominado por la delincuencia, porque creyó (ingenuamente quizá) que todavía se podía gobernar con decencia. Su muerte conmovió a millones, no por su cargo, sino por su ejemplo. Y eso, en un país saturado de corrupción y cinismo, explica por qué su historia encendió las redes más que cualquier discurso oficial.
En México, los héroes mueren sin escolta digna, sin justicia y sin memoria institucional. Pero mientras haya ciudadanos que se indignen y se atrevan a recordar, habrá esperanza de que la voz de un hombre decente pueda seguir retumbando, incluso desde el silencio. Porque en este país, el silencio (el de los poderosos, el de las autoridades, el de quienes callan por miedo o conveniencia), también mata.
@Fschutte Consultor y analista