El sábado no podía dormir. La luz se colaba por la orilla de las cortinas y me di cuenta de que la luna estaba llena, brillante y enorme, casi insolente en su manera de alumbrar la oscuridad. Sentía el cuerpo inquieto, como si hubiera un rumor adentro que no sabía poner en palabras. No era cansancio. Era otra cosa. Una sensibilidad que crece con la marea y se activa, sin mi permiso, cuando el cielo se viste así.
Siempre me ha parecido misterioso como el agua responde a esa fuerza invisible. Retoma su curso, tiene memoria. Los mares suben y bajan, obedeciendo una coreografía silenciosa. Y pienso que, si somos agua, entonces también en nosotras habita esa obediencia: la lágrima que se asoma fácil, la piel que se eriza “sin motivo”, la emoción que se desborda justo cuando parece que nada la provocaba.
Desde siempre, la luna ha sido guía y calendario. Los eclipses eran presagio. Las fases marcaban los tiempos de siembra y de cosecha. También las de nuestros cuerpos: la menstruación que se sincroniza con sus ciclos, como si hubiera un lenguaje secreto entre la sangre y la luz. No es casualidad que muchas culturas vieran en la luna un símbolo de lo femenino, del poder de crear y soltar, de la intuición que no se explica pero que rara vez se equivoca.
Virginia Woolf escribió que “la luz de la luna se filtra siempre entre las rendijas de la vida cotidiana”. Y pienso que tenía razón: la luna nos recuerda lo que no podemos controlar, lo que sentimos sin pedirlo, lo que nos mueve incluso cuando quisiéramos quedarnos quietas.
Me gusta pensar que la luna también tiene memoria. Que cada una de sus fases no marca solamente un tiempo externo, sino uno interno. A veces alumbra con la plenitud de lo que somos capaces de mostrar. A veces nos invita al recogimiento, a guardarnos en sombras. Y en ese vaivén nos enseña que el cambio no es falla, es forma de vida.
En un mundo que corre más rápido que nuestro propio pulso, donde todo exige inmediatez y resultados, mirar el cielo es un recordatorio suave pero firme: nada florece de golpe.Nada se sostiene sin pausas. La luna sigue ahí, repitiendo su ciclo, como una maestra silenciosa que nos muestra que el tiempo no es lineal: a veces se curva, se vacía, se reinventa. Es relativo.
Cada luna es un recordatorio de que nada permanece igual, pero también que todo regresa con otro matiz, la rueda de la fortuna en la naturaleza.
Y así también nosotros: a veces somos mareas que se repiten, eclipses que oscurecen y revelan, aguas que siempre encuentran cómo volver a brillar.
No es casualidad que las aguas del mundo se conmuevan con la luna. Tampoco lo es que nuestros cuerpos, que también son agua, escuchen su lenguaje sin palabras. Lo que no puede verse también gobierna. Lo que no tiene nombre también habita. Y en cada oleaje interno, en cada noche de luna nueva o llena, llevo la certeza de que algo en nosotras sabe —aunque no sepamos explicarlo— que la intuición, como la marea, no se discute: se escucha.