Derechos vs. favores: el debate que mantiene estancada la inclusión en México

En México, el debate entre el enfoque social y el enfoque médico-asistencialista en discapacidad no se queda en los libros ni en las declaraciones de la ONU. Se vive y se interpreta desde múltiples frentes: sociedad civil, madres y padres cuidadores, instituciones públicas y las mismas personas con discapacidad. Y como suele decirse, “cada quien habla según cómo le va en la feria”.

El Censo 2020 del INEGI señala que 16.5% de la población mexicana vive con alguna discapacidad o limitación para las actividades diarias, es decir, más de 20.8 millones de personas. Sin embargo, aunque desde 2008 México está legalmente obligado a seguir el modelo social de derechos humanos por la ratificación de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), en la práctica seguimos atrapados en un híbrido confuso donde el asistencialismo sigue marcando la pauta.

El problema es que este choque de enfoques no se interpreta igual desde todas las aristas.

Sociedad civil: entre el activismo y la caridad

El papel de la sociedad civil es ambivalente. Por un lado, hay organizaciones con fuerte compromiso hacia el enfoque social, que exigen accesibilidad, ajustes razonables, inclusión laboral y educativa, y participación política. Estas organizaciones hablan de derechos, no de favores, y denuncian a las autoridades que incumplen la CDPD.

Pero también existe un sector de la sociedad civil que, consciente o inconscientemente, perpetúa el modelo médico-asistencialista. Lo hace organizando colectas para sillas de ruedas sin cuestionar por qué el sistema de salud no las provee, o realizando eventos con narrativas de “pobrecitos” y “ejemplos de superación” que apelan a la lástima. No hay que engañarnos: este enfoque sigue siendo más fácil de vender mediáticamente y más rentable para recaudar fondos, aunque perpetúe la desigualdad.

Madres cuidadoras: derechos que se topan con la sobrevivencia

En México, las tareas de cuidado recaen mayoritariamente en las mujeres, y en el caso de la discapacidad esto es la regla. Las madres cuidadoras —muchas veces de tiempo completo— conocen el modelo social y lo apoyan en teoría, pero la realidad económica las obliga a negociar con el asistencialismo.

Si una madre no tiene ingresos porque cuidar a su hijo o hija le impide trabajar, el apoyo económico asistencial puede ser la única vía para cubrir necesidades básicas. Pedir accesibilidad, educación inclusiva o inclusión laboral es una lucha a largo plazo; el asistencialismo, aunque limitado, resuelve de forma inmediata. El dilema no es de voluntad, sino de supervivencia: difícil priorizar la lucha estructural cuando falta el dinero para comer.

Este sector vive en carne propia la contradicción de reclamar derechos mientras depende de apoyos condicionados que, en la práctica, refuerzan el estigma de dependencia.

Entidades públicas: discursos modernos, prácticas viejas

Las instituciones públicas en México dominan el doble discurso. En documentos oficiales y conferencias, repiten términos como “enfoque social”, “inclusión” o “ajustes razonables”. Sin embargo, en su operación diaria prevalece el modelo médico-asistencialista.

La Secretaría de Bienestar distribuye apoyos económicos a personas con discapacidad, pero el programa no está vinculado a estrategias de inclusión laboral o educativa, por lo que termina siendo un ingreso mínimo sin salida de la pobreza.

El sector salud, por su parte, sigue tratando a las personas como pacientes eternos, no como ciudadanos plenos. El sector educativo mantiene escuelas especiales y rara vez adapta las escuelas regulares para garantizar inclusión real.

Y lo más grave: gran parte de la infraestructura gubernamental sigue siendo inaccesible. ¿De qué sirve hablar de participación política si el edificio donde se realizan las consultas no tiene rampas ni señalización accesible?.

Las mismas personas con discapacidad: entre la autodefensa y la resignación

Las personas con discapacidad tampoco son un bloque homogéneo. Hay quienes han adoptado con fuerza el discurso del modelo social y exigen igualdad de condiciones, accesibilidad universal y respeto a su autonomía. Este grupo —cada vez más visible— presiona a gobiernos, empresas y medios para que cambien prácticas discriminatorias.

Sin embargo, también existe una parte de la población con discapacidad que, por experiencia o necesidad, ha interiorizado el modelo asistencialista. Algunas personas ven el apoyo económico o las donaciones como una obligación del Estado o de la sociedad, sin vincularlo con la exigencia de derechos a largo plazo. En otros casos, el desconocimiento de sus derechos lleva a aceptar como favor lo que la ley ya garantiza.

Esta división interna genera tensiones en el propio movimiento: mientras unos luchan por reformas estructurales, otros prefieren mantener esquemas asistenciales porque resuelven necesidades inmediatas.

El choque entre modelos no es solo ideológico, es profundamente práctico. Cada sector acomoda su postura según su realidad y sus urgencias. El problema es que este pragmatismo fragmenta la lucha y permite que el modelo asistencialista siga siendo dominante.

La sociedad civil asistencialista dice: “la gente necesita ayuda ya, no discursos sobre derechos”.
Las madres cuidadoras dicen: “primero la comida, luego la inclusión”.
Las instituciones dicen: “damos apoyos y hacemos campañas, eso es inclusión”.
Algunas personas con discapacidad dicen: “si quitan el apoyo, me quedo sin nada”.

Mientras tanto, el modelo social, que busca eliminar las barreras estructurales para garantizar participación plena, avanza a paso lento porque requiere cambios profundos, presupuestos sostenidos y una visión política que trascienda el sexenio.

El costo de no decidirse por un modelo real de derechos

Mantener este híbrido incoherente tiene consecuencias. Según la OIT, la exclusión laboral de las personas con discapacidad puede costar entre el 3% y el 7% del PIB. En México, esto representa entre 900 mil millones y 2.1 billones de pesos anuales en pérdida de productividad y gasto social. Además, la exclusión educativa genera un efecto dominó: menos estudios, empleos precarios, dependencia económica y perpetuación del estigma.

Hacia una postura unificada

Si realmente queremos salir del círculo asistencialista, cada sector debe asumir un papel más coherente:

Sociedad civil: dejar de apelar a la lástima como estrategia de financiamiento y adoptar narrativas de derechos.
Madres cuidadoras: exigir apoyos sin que estos estén condicionados a perpetuar el estigma, y participar activamente en la elaboración de políticas públicas.
Instituciones públicas: pasar de la foto y la campaña a la infraestructura y la ley efectiva.
Personas con discapacidad: fortalecer el conocimiento de sus derechos y articular un movimiento que no dependa de la buena voluntad de terceros.

El enfoque social no es una moda académica, es una obligación legal y moral. Mientras cada sector siga justificando el asistencialismo con el “según cómo nos va en la feria”, seguiremos midiendo el éxito en términos de despensas repartidas, no de derechos garantizados. Y así, la inclusión seguirá siendo una promesa incumplida.

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Ricardo Martinez es activista por los derechos de las personas con discapacidad en Aguascalientes, vocero de la Asociación Deportiva de Ciegos y Débiles Visuales, y la primera persona ciega en presidir un colegio electoral local en América Latina.