Brindar por lo que no se repite

Por Leslie Figueroa

Creo que hay algo misterioso en las botellas cuando descansan en las cavas: como si supieran que su destino no es simplemente ser abiertas, sino ser elegidas. Algunas esperan años. Otras, apenas unos meses. Pero todas guardan algo más que vino. Guardan tiempo.

Y no cualquier tiempo. Un sol específico. Un viento que sopló de tal forma. La paciencia de unas manos que podaron, que esperaron la lluvia exacta. El silencio del viñedo en las madrugadas. La memoria de una uva que sobrevivió justo lo necesario para transformarse.

Eso es una botella: un testigo encapsulado. Una suerte de cápsula sensorial que solo revela su secreto cuando se abre. Y lo dice sin prisa, en aromas que se despliegan como recuerdos. Algunos a tierra mojada, otros a madera vieja, a frutas oscuras, a un atardecer que no sabes si realmente viviste o lo soñaste.

Beber vino es escuchar. Es oír lo que pasó en ese campo donde la neblina de la mañana se aferraba a las hojas. Es leer con el paladar la historia que no está escrita en ninguna etiqueta. Es dejarse sorprender por la diferencia que existe entre una botella y la siguiente, aunque sean hermanas de cosecha. Porque ninguna es igual a otra.

Hace unos meses me suscribí a un servicio que envía a mi casa un par de botellas diferentes cada mes. No lo hice por sofisticación, ni porque me considere experta, sino todo lo contrario. Lo hice como quien empieza a dejarse sorprender. Como quien dice: vamos a ver qué pasa si dejo que el azar decida lo que voy a beber.

Y ha sido un ritual inesperadamente hermoso. No sólo por los vinos —algunos suaves como canción de cuna, otros intensos como carta sin remitente—, sino por lo que ha pasado alrededor de ellos. Las personas con quienes los compartí. Las historias que surgieron. Las veces que una botella abrió más que un corcho: una conversación, una confesión, una carcajada.

Eso lo aprendí hace tiempo, cuando alguien me enseñó que el vino no se abre solo. Que no hay mejor maridaje que una buena conversación y compañía. Que lo que hace memorable a una copa no es sólo el añejamiento, sino el contexto: quién la sirvió, por qué, qué se dijo —o no se dijo— mientras se bebía.

He estado en cenas donde las copas tintinean como pequeñas campanillas anunciando cambios y toma de decisiones, en tardes donde el vino acompaña las palabras que no encontraban cómo salir, y en noches donde una botella sobre la mesa era lo único que se sostenía con firmeza.

Una botella puede reunir a extraños que se vuelven cómplices. O sellar la intimidad de quienes creen ya saberse de memoria. A veces, ni siquiera importa si es un gran vino. Lo importante es que sea este vino. Este momento. Que se descorche aquí, ahora, frente a estas personas.

Y eso es lo fascinante: que incluso si hay más botellas iguales, esta nunca se repetirá. Este momento es sólo ahora.

No hay otro descorche como el primero con alguien. No hay copa igual a la que se levanta para un brindis improvisado. Ningún sorbo sabe igual cuando se bebe por amor, por duelo, por la vida misma. El vino se parece al amor en eso: necesita tiempo, cuidado, temperatura. Y sobre todo, alguien con quien compartirse.

La gente que sabe de vinos dice que cada botella está viva. Que respira, que evoluciona, que incluso se puede “poner de malas” si se le trata sin respeto. Y me gusta pensar que eso también aplica a nosotros.

No somos iguales cada vez que brindamos. Algo cambia. Algo se afloja, se abre. Algo en nosotros se decanta. Tal vez eso es lo más importante de cualquier vino: no que dure para siempre, sino que deje huella.

Porque al final, cuando la botella se vacía y la mesa se despeja, lo que quedan son las historias que se contaron entre copas, las interacciones qué tuvimos.
Y esa, como cada vino, será siempre irrepetible. Hoy decido dejarme respirar.