En 2012, Jan Scheuermann degustó el bocado de chocolate más deleitoso de su vida.
Diez años atrás, la nativa de Pensilvania fue diagnosticada con degeneración espino-cerebelar, enfermedad progresiva que la paralizó desde el cuello y la confinó a una silla de ruedas. Pero a sus cincuenta y tres años se ofreció como voluntaria para un estudio de la Universidad de Pittsburg que le permitiría operar un brazo protésico usando el cerebro. Así que se sometió a una operación en la que le implantaron dos nódulos electrónicos en la superficie del cerebro, los cuales registrarían la actividad de sus neuronas cada vez que pensara en mover el hombro y muñeca.
Luego de unas semanas de entrenar su cerebro, los investigadores instalaron los cables que conectaban los nódulos ubicados en la parte superior de su cabeza con el brazo artificial que descansaba en un carrito junto a ella. Scheuermann practicó sujetar objetos y moverlos con diferentes giros de la muñeca protésica; y entonces, los investigadores decidieron que estaba lista para ir más allá.
“Cuando me pidieron un objetivo, me hice la graciosa y decidí divertirme un poco respondiendo que me gustaría comer chocolate sin ayuda”, recuerda. “En vez de reírse, los científicos se miraron entre sí, asintieron y dijeron: ‘Sí, podemos hacerlo’”.
Tras unas semanas de entrenamiento, la mujer logró llevarse un chocolate a la boca, retirar rápidamente el brazo artificial, cerrar los ojos y disfrutar del bocado. Scheuermann pudo mover objetos por primera vez en una década: una ciencia real y un milagro tecnológico. Pero aún faltaba algo, ya que la prótesis no le había devuelto la capacidad de sentir.
Las neuroprótesis (prótesis operadas con el cerebro) son la máxima herramienta científica para manipular el sentido del tacto. Pero brindar a Scheuermann la posibilidad de alimentarse por sí sola es solo parte del desafío, ya que los investigadores también están intentando transmitir información sensorial al usuario. “En este momento, el esfuerzo principal es la retroalimentación, pues está mucho más atrasada que el elemento motor [movimiento]”, explica Daniel Goldreich, profesor de neurociencias en la Universidad McMaster de Hamilton, Ontario. Décadas de investigación han desvelado las vías que transmiten información olfativa, gustativa o auditiva del mundo exterior a nuestros cerebros. Sin embargo, poco se sabe del tacto.
“Considero que el tacto es uno de los sentidos menos estudiados”, comenta Alison Barth, profesora de biología en la Universidad Carnegie Mellon de Pittsburg, pues si bien el tacto tiene una gran importancia emocional, tiende a ser menos significativo que la vista y el sonido en términos de la comunicación cotidiana, razón por la que no se ha estudiado a fondo con anterioridad. Además, el sentido del tacto está siempre activo, así que tendemos a darlo por sentado.
Esto es lo que sabemos sobre la manera como la señal somatosensorial o “información táctil” llega hasta el cerebro. Al levantar un vaso de agua, los nervios que nacen en la palma y las yemas de los dedos transmiten información sensorial específica en forma de señales eléctricas. Esas señales eléctricas ascienden por largas cadenas de células nerviosas (de apenas la quinta parte del grosor de un cabello, pero con varios metros de largo), las cuales corren por el brazo hasta la médula espinal. De allí, la señal se transmite al cerebro, donde se descifra para crear una imagen completa de lo que estamos tocando. Cada atributo particular, como temperatura, textura, forma o dureza tiene una vía nerviosa específica en este proceso de transmisión desde las yemas de los dedos hasta el cerebro.
“Tenemos muchos receptores distintos para el tacto, mas la información [que procesan] es específica; por ello no confundimos el frío con la presión”, dice Barth. La profesora calcula que la piel está dotada de unos veinte tipos distintos de nervios táctiles para las diferentes sensaciones, pero los investigadores aún no se explican cómo es que el cerebro percibe una imagen nítida de un objeto, como un vaso de agua.
“No sabemos qué hace el cerebro para descifrar el patrón de impulsos eléctricos”, confiesa Goldreich. Y eso no sólo aplica al tacto, agrega, sino a la forma como se combinan todos nuestros sentidos, pues si veo un iPhone en un escritorio puedo imaginar la sensación de tenerlo en la mano, el sonido de “desbloquear”, cómo se siente contra la mejilla. Aunque décadas de investigación han permitido que los científicos identifiquen las regiones cerebrales responsables de estas experiencias, no han podido precisar cómo se recoge la información.
Hace poco, el equipo de Barth publicó un artículo en la revistaCell donde analizaba en detalle las neuronas de una región cerebral profunda llamada tálamo, la cual desempeña una función crítica en la transmisión de señales sensoriales. Su intención era localizar cuáles, exactamente, son las neuronas implicadas en una sensación particular, de modo que estimularon los bigotes de un ratón, los cuales son tan sensibles que se consideran equivalentes a los dedos humanos. Para detectar la señal en el tálamo, Barth y sus colegas mutaron un gen que causa un efecto fluorescente en las neuronas y abrieron, literalmente, una ventana en el cráneo del roedor para ver brillar las células cerebrales.
Cuando los investigadores soplaron aire en sólo un bigote, vieron iluminarse neuronas en dos diferentes regiones del tálamo antes de que las señales se transmitieran a la corteza, área del cerebro encargada de la memoria y el pensamiento consciente. Al estimular varios bigotes a la vez, la señal fue igual en las neuronas de una región del tálamo, pero diferente en otra. Para Barth, esto indicaba que la información de la misma parte del cuerpo (en este caso, los bigotes) se transmitía de distinta manera a la corteza, dependiendo del tipo de estimulación (uno o muchos bigotes). Todo aquello apuntaba al “sustrato neural” de la acción del tacto en el tálamo. Si bien los investigadores no lograron visualizarlo todo, percibieron un claro patrón de cómo se activaban las neuronas, iluminando un subsistema de vías neurales que jamás se había detectado.
Estudios como el de Barth nos acercan más a esclarecer la relación tacto-cerebro y sus numerosas implicaciones. Por ejemplo, hay investigadores que presagian cambios dramáticos en el diseño de los teléfonos inteligentes. Esos dispositivos ya proporcionan cierta retroalimentación somatosensorial, pues vibran cuando recibimos mensajes de texto o al presionar un botón, pero podrían hacer mucho más para explotar nuestro sentido del tacto. “Lo que más odio de mismartphone es que tengo que mirarlo para hacer cualquier cosa”, protesta Barth. Por ello, espera que las interfaces tengan texturas sobre botones importantes para que los usuarios supieran dónde hacer clic, lo que también permitiría que los invidentes utilizaran pantallas táctiles.
Goldreich vaticina que las pantallas llegarán más allá y que, manipulando la información eléctrica, los científicos conseguirán que las videollamadas se vuelvan una experiencia multisensorial, donde tocar la pantalla de la computadora sea como tocar la mano o el rostro de la persona. “Para ello, tendríamos que entender e idear formas de activar esos sensores en las manos; aunque, de hecho, estamos muy cerca de hacerlo”, afirma Goldreich.
Investigadores han encontrado medios más holísticos de apoyar a invidentes y sordos con sistemas de sustitución sensorial cada vez más sofisticados. Uno de ellos, llamado VEST, recoge sonidos con un micrófono y los convierte en patrones de vibraciones sobre la piel. Con el tiempo, el cerebro aprende a interpretar esa información táctil como señales auditivas y, a la larga, permite que el sordo entienda las pistas auditivas. Otros sistemas realizan tareas similares para los invidentes, convirtiendo información de cámaras en pixeles que vibran de cierta manera en la piel y permiten que el usuario los “vea”.
“El sueño de esas investigaciones es conferir el sentido de la vista a través de otro sistema sensorial”, explica Goldreich. Y es un mundo que muy pronto podría hacerse realidad: algunas de esas aplicaciones, como las pantallas táctiles texturizadas y los dispositivos de sustitución sensorial, podrían estar disponibles en los próximos diez o veinte años, asegura.
Por supuesto, una de las aplicaciones más importantes para una ciencia táctil mejorada es el potencial de las neuroprótesis mejoradas. Andrew Schwartz, profesor de neurobiología en la Universidad de
Pittsburg, dirige un equipo que, recientemente, diseñó un brazo protésico capaz de aportar retroalimentación sensorial muy básica al usuario. La mano posee sensores que generan pequeñas descargas eléctricas para estimular las mismas vías neurales que se activarían con la información de una mano humana normal. Sin embargo, como los neurocientíficos todavía no han determinado cuánta electricidad envían los nervios al cerebro para evocar las diferentes sensaciones, la retroalimentación del dispositivo es aún “muy burda”.
“No comprendemos el código ni el nivel en que la activación eléctrica burda se transforma en activación neural”, reconoce Schwartz. Y sin ese conocimiento, la retroalimentación seguirá siendo rudimentaria, incapaz de incorporar la información siempre cambiante de una mano en movimiento. Pero poco a poco, la retroalimentación se vuelve más sofisticada y gracias a investigaciones como las de Barth, Schwartz y su equipo empiezan a entender cuáles neuronas responden a un estímulo y en qué momento responden, lo cual les ayudará a calcular, matemáticamente, la cantidad de electricidad que los nervios conducen al cerebro.
El desarrollo de dispositivos más sofisticados también permitirá que los investigadores comprendan cómo influyen nuestras experiencias sensoriales en el bienestar. Aunque todos los sentidos tienen profundos vínculos con nuestra identidad emocional, el tacto es particularmente poderoso: durante décadas, la psicología ha resaltado la importancia del contacto humano en el desarrollo neurológico de los bebés y en la capacidad de los adultos para comunicar sus emociones. Quienes, como Scheuermann, han perdido ese sentido, pueden atestiguar lo mucho que representa. No obstante, la ciencia no ha explorado con seriedad el potencial de manipular el tacto para mejorar problemas y Barth dice que es posible utilizar ese sentido para tratar padecimientos como depresión y ansiedad. “Hay formas de tacto, como el contacto piel a piel, que podrían tener enorme influencia en nuestro bienestar emocional”, asegura. “No hemos aprovechado sus beneficios.”
A Scheuermann le interesaría una prótesis que le ofreciera retroalimentación, pero sólo si realmente aportara el componente emocional del tacto, pues, en realidad, de poco le sirve un aparato que sólo le ayude a “conectarse con un objeto”, dice. En cambio, estaría feliz de usarlo “si [el dispositivo] me permite sentir la caricia de alguien que toca mi mano y siento no sólo que toco a la persona, sino también el calor y la textura de su mano”.