A los treinta, uno se vuelve especialista en disimular. En decir “todo bien” aunque a veces ni siquiera sepas qué haces aquí. Hay un guion invisible: ganar más, subir más, tener más, ser más. Como si la vida fuera un tablero donde siempre falta una casilla para llegar al final correcto.
No sé cuándo nos convencieron de que estar bien es correr. De que el éxito se demuestra con relojes caros, músculos marcados, viajes constantes y metas que crecen como una escalera que nunca toca el cielo. Yo no quiero escalar hasta dejar de reconocer el paisaje.
Me he dado cuenta de algo: no quiero vivir como si siempre llegara tarde, como si lo importante solo valiera si alguien lo aplaude. Mi rutina no tiene nada épico. Me despierto, preparo café —a veces demasiado cargado—, abro la ventana y dejo que el aire haga lo suyo. En esas cosas simples encuentro pequeños descansos del mundo.
Camino por el mismo parque: los señores jugando ajedrez, los perros que ya conozco aunque ignore los nombres de sus dueños. En esos detalles aparece una certeza silenciosa: lo ordinario también sostiene.
Los fines de semana —sobre todo los domingos— lo confirman. Mi mamá todavía pregunta si ya comí. Y mi papá se agacha para levantar algo del piso… ahora tarda dos segundos más. Eso duele más de lo que uno admite. Ese gesto me recuerda que el tiempo no negocia. Que no sirve llegar lejos si, cuando por fin estés ahí, ya no queda nadie con quien celebrar.
Con mis amigos el ego ya no importa tanto. Hablamos del trabajo, sí, pero también de lo difícil que es dormir a gusto, de la ansiedad que aparece sin pedir permiso, de cómo el cuerpo empieza a hablar con crujidos, de lo absurdo que es pretender fortaleza cuando también necesitamos que nos sostengan. Y aunque nadie lo diga, todos cargamos una lista corta de cosas esenciales: estar sanos, estar cerca, estar bien.
He entendido que la calma también es una meta. Que hay victorias que no se publican: sentarte a cenar sin sentir que fracasaste en algo, mirar tu reflejo y aceptar que la vida deja huellas… y que eso no te resta: te vuelve más real.
Me quedo en lo que ocurre cuando nadie presume nada: una carcajada honesta, un mensaje que aparece justo a tiempo, las sobremesas que se alargan sin pretexto, ese abrazo torpe que significa “aquí estoy”.
Quiero ser un hombre que sabe estar. Con los otros, pero también consigo mismo. Sin el tren del “éxito” si no va hacia donde quiero llegar. A vivir lento, aunque el mundo quiera que llegue rápido.
Envejecer no es perder: es ganar profundidad. Amar el cuerpo que cambia, el rostro que guarda historias, las manos que han cargado más de lo que se nota.
No vine a dejar huellas grandiosas en el planeta: vine a caminarlo con cuidado. Acompañar a los míos mientras pueda. Hacer lo que me toca, con dignidad. Mirar los detalles que ignora quien corre.
A veces me sorprendo respirando y pienso: esto basta. Esto es la vida. Me sostienen instantes mínimos: la risa de mi sobrina devolviéndome el pulso, un mensaje que pregunta “¿cómo sigues?”, una canción vieja que me hace sentir a salvo, la luz entrando por la ventana como recordatorio de que todo continúa.
No es necesario conquistar el mundo para sentirse parte de él. Porque crecer no es tachar metas: es aprender a mirar con calma, a reconocer el amor en los cuidados pequeños, a agradecer a tiempo a quienes siempre han estado.
No vine a ganarle a nadie. Vine a no perderme a mí mismo. Y si algo he aprendido es esto: cuando todo pase —y todo pasa— lo único que importará será haber estado presente en esos días que no parecían especiales, pero tenían escondido todo lo que somos.