La discapacidad, en cualquier rincón del mundo, ya implica una condición estructural de desigualdad. Pero cuando se coloca sobre el telón de fondo de la violencia armada o de la inseguridad social, esta desigualdad se multiplica de manera exponencial. Quien vive con una discapacidad en zonas de guerra o en territorios azotados por el crimen organizado carga una doble condena: sobrevivir a la exclusión cotidiana y, además, resistir en entornos donde la muerte y el desplazamiento son parte de la vida diaria.
Las cifras internacionales son alarmantes. La ONU estima que alrededor del 15% de la población mundial vive con alguna discapacidad; en situaciones de emergencia, guerra o desastres, estas personas tienen el doble de probabilidades de morir o sufrir consecuencias irreversibles. Esto no es casualidad: las estructuras de protección y de derechos humanos casi nunca priorizan a quienes viven con una condición de discapacidad.
Gaza: la guerra y el abandono
El caso de la Franja de Gaza es quizá el más doloroso y visible hoy en día. En medio de los bombardeos y del bloqueo sistemático impuesto por Israel, la vida para una persona con discapacidad se convierte en una verdadera sentencia. De acuerdo con reportes de la Organización Mundial de la Salud, más del 17% de la población palestina vive con algún tipo de discapacidad. En Gaza, esa cifra es aún mayor, dado que la guerra prolongada ha provocado amputaciones, lesiones permanentes y traumas psicológicos.
El genocidio que actualmente se denuncia en foros internacionales no solo mata, también discapacita. Cada ataque aéreo deja tras de sí a cientos de heridos, muchos de los cuales nunca recibirán atención médica adecuada debido al colapso de los hospitales. A falta de prótesis, terapias de rehabilitación o medicamentos básicos, una herida que podría ser tratada en condiciones de paz se convierte en una discapacidad permanente. En este contexto, ¿qué significa la palabra “derechos humanos” para una persona ciega, sorda, amputada o con daño neurológico que vive bajo los escombros?
Es un error hablar de la guerra en abstracto. La violencia tiene rostro y nombre, y en Gaza los rostros invisibles son los de las personas con discapacidad que no logran huir porque no pueden correr, que no alcanzan un refugio porque las instalaciones no son accesibles, o que no reciben información sobre la emergencia porque nadie pensó en ofrecer alertas en formatos accesibles. En ese sentido, el estado de Israel no solo perpetra actos bélicos contra la población palestina, también condena al olvido a las personas con discapacidad, las más vulnerables en cualquier conflicto.
México: la violencia que no cesa
Pero no hace falta ir tan lejos para reconocer el peso de esta realidad. México es un país que vive en un marco de violencia permanente. De acuerdo con el INEGI, en 2022 más de 28 millones de personas en el país reportaron vivir con alguna discapacidad o limitación funcional. ¿Qué significa esto en un contexto donde, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, se registran más de 30 mil homicidios dolosos al año?
La respuesta es clara: las personas con discapacidad enfrentan mayores dificultades para desplazarse en medio de la violencia, para acceder a refugios, para denunciar, para migrar o incluso para salir a trabajar. En estados como Zacatecas, Michoacán o Guerrero, donde la presencia del crimen organizado limita la vida comunitaria, la discapacidad se convierte en una condena doble: la del cuerpo y la del territorio.
El desplazamiento forzado interno en México es un tema prácticamente ausente en la agenda pública, pero se estima que más de 380 mil personas han sido obligadas a abandonar sus hogares en los últimos 15 años. Dentro de esas miles de historias, pocas veces se pregunta cuántas personas con discapacidad están entre ellas, cuántas pudieron llevar consigo sus sillas de ruedas, sus medicamentos, sus terapias. La invisibilidad vuelve a repetirse.
Un llamado a la conciencia política
El discurso de los derechos humanos no puede quedarse en la retórica. Reconocer que la violencia impacta con mayor fuerza a las personas con discapacidad es el primer paso para exigir medidas concretas. Naciones Unidas ha instado a que las políticas de protección en contextos de guerra o emergencia incluyan protocolos accesibles, pero lo cierto es que muy pocos estados cumplen con esa obligación.
En México, donde la violencia no tiene rostro único pero sí consecuencias sistemáticas, urge que las políticas de atención a víctimas contemplen explícitamente a quienes viven con discapacidad. No basta con leyes en el papel: se requieren refugios accesibles, protocolos claros de evacuación, información en braille y en lengua de señas, así como programas específicos de reparación del daño.
En Gaza, mientras tanto, la exigencia va más allá de la accesibilidad: se trata de detener una guerra que está convirtiendo en inválida a toda una generación. Israel no puede seguir justificando una ofensiva que, en nombre de la seguridad, aniquila a los más vulnerables y convierte la discapacidad en un producto directo de la violencia.
La guerra y la violencia no son fenómenos neutros: afectan con mayor crudeza a quienes ya están en situación de desigualdad. Las personas con discapacidad en México, en Gaza o en cualquier otro territorio en conflicto representan el rostro más olvidado de la tragedia.
Es tiempo de reconocer que no habrá verdadera justicia ni verdadera paz mientras no se garantice el derecho de todas las personas, especialmente de quienes cargan con una discapacidad, a vivir sin miedo y con dignidad.
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Ricardo Martinez es activista por los derechos de las personas con discapacidad en Aguascalientes, vocero de la Asociación Deportiva de Ciegos y Débiles Visuales, y la primera persona ciega en presidir un colegio electoral local en América Latina.