La primera vez que vi Rambo no fue porque me interesara el cine de acción, sino porque mi tía me dijo:
—Siéntate, vamos a ver a este guapote.
Y cuando mi tía dice algo así, no hay réplica posible.
Hasta entonces, mi único recuerdo de Rambo era como ruido de fondo en el Canal 5, entre comerciales de juguetes y detergentes, mientras yo hacía otra cosa. Nunca me había detenido a mirar más allá de las explosiones.
Esa tarde, frente a la tele, descubrí otra historia. Porque si le prestas atención, Rambo no es un héroe que ganó una guerra; es un hombre moldeado para pelear batallas que no eran suyas y luego abandonado en un país que ya no lo reconocía. Lo entrenaron para sobrevivir al calor de la jungla, pero no al frío de la indiferencia. Lo llenaron de medallas y lo dejaron solo, como un trofeo olvidado en un estante polvoriento.
Su historia es la de esas cartas que viajan con una dirección escrita a mano pero nunca llegan: cargadas de promesas y vida, condenadas a perderse en algún punto del trayecto. El mundo lo celebra cuando dispara, pero lo teme cuando baja el arma. Le enseñaron a ganar guerras, pero nadie le enseñó a sobrevivir a la paz.
A mi tía eso le importa de otra forma. Para ella, Stallone es un hombre que sabe sostener una mirada y decir más con un silencio que con cualquier discurso. Entre ráfagas de balas y persecuciones, ella suspira:
—Mira nomás esos brazos…
Yo me río, pero entiendo que en esos minutos viaja a un tiempo en el que todavía podía caminar rápido, bailar toda la noche y arreglarse para salir con la esperanza latiendo fuerte.
Hoy, que su salud no es la de antes, esos ratos frente a la pantalla son de los pocos que le arrancan una sonrisa genuina. Y yo no sé si vuelvo por la historia de Rambo o por la compañía de mi tía, pero ahí estamos: ella viendo a su galán de juventud; yo, a un hombre que encarna la dignidad silenciosa de quien ha librado batallas invisibles.
A veces pienso que se parecen. No por las armas, sino por la terquedad de seguir, incluso cuando el mundo parece no tener ya un lugar para ellos. Porque el mundo puede ser cruel con los que regresan: los desgasta, los usa, los olvida. Y, sin embargo, siguen aquí.
La película termina y mi tía, con una sonrisa apenas dibujada, murmura:
—Qué tiempos…
Yo asiento. Para ella, los tiempos de Stallone; para mí, los tiempos de verla emocionarse todavía. Y en el fondo, entiendo que la vida se parece a Rambo: no importa cuánto corras, siempre terminas regresando al mismo punto… pero con más cicatrices, y, con suerte, con alguien que todavía quiera verte ganar.