Hace unos días volví a terapia, después de varias semanas agitadas. No llevaba un tema claro, solo esa sensación tibia de querer hablar de algo que aún no sabía nombrar. Entré, inhalé el olor tenue del incienso —sándalo, creo—, me senté y comencé a soltar frases sueltas, como quien vacía los bolsillos sin esperar encontrar nada importante. No había drama. No había crisis. Solo pequeños malestares, emociones acumuladas como calcetines sin pareja al fondo de una canasta.
En algún punto hice una pausa. No porque estuviera incómoda, sino porque necesitaba saber si todo eso tenía sentido en voz alta. Mi terapeuta no dijo nada. No intervino. No me lanzó un “te entiendo” ni trató de encajar su historia dentro de la mía. Solo estaba ahí. Escuchando. Y ese acto tan simple me abrió un mundo.
Entonces lo entendí: cuántas veces, intentando ser empáticos, tomamos el lugar del otro sin darnos cuenta. Decimos “yo pasé por lo mismo”, “entiendo perfecto cómo te sientes”, y en ese afán de conectar terminamos empujando nuestras palabras dentro de su silencio. Llenamos con lo nuestro lo que debía ser espacio suyo.
Recordé una frase que leí hace tiempo y que desde entonces se quedó conmigo:
“Ponerse en el lugar del otro es, a veces, dejar al otro sin lugar.”
Me hizo tanto sentido. Porque asumir que sé cómo se siente alguien solo porque alguna vez viví algo parecido es, en realidad, una forma sutil de borrar su particularidad. De convertir su historia en una variación de la mía. De moldear lo ajeno con los límites de lo propio.
Hay ternura en reconocer que no sabemos. Hay respeto en ofrecer escucha sin intentar comprenderlo todo. Y hay una especie de amor silencioso en dejar que el otro habite su relato sin invadirlo con comparaciones.
Pienso en esos momentos incómodos donde alguien llora y sentimos urgencia por decir algo. Por consolar. Por llenar el vacío. Pero quizá el silencio sea, a veces, el regalo más honesto: no interrumpir, no resolver, no traducir. Solo estar. Como quien ofrece una silla libre, no como quien dirige la conversación.
Tal vez eso sea acompañar: no desde el espejo, sino desde el marco. No para reflejar, sino para sostener.
En estos tiempos donde todo se comenta, se opina, se interrumpe… ofrecer presencia sin protagonismo es casi un acto revolucionario. Y no me refiero solo a las grandes relaciones. Me refiero a lo cotidiano. A escuchar sin prisa. A no suponer lo que alguien dirá. A no usar cada historia ajena como pretexto para contar la propia. Incluso a detenernos un segundo después de preguntar “¿cómo estás?”, y esperar realmente la respuesta.
Recuerdo que una vez fui a un temazcal. Era pequeño, sin ornamentos. Vapor, oscuridad y silencio. Nadie hablaba. Nadie juzgaba. Y sin embargo, me sentí profundamente acompañada. Como si ese espacio respetara la presencia sin necesidad de palabras. Quizá de eso se trate: de aprender a estar como quien deja una toalla limpia y una luz encendida, no como quien entra a explicar cómo sanar.
No se trata de no sentir con el otro. Se trata de no desplazar su manera de sentir con la nuestra.
Porque hay una gran diferencia entre acompañar y absorber. Entre escuchar y apropiarse. Entre estar con alguien y estar sobre su relato.
Y tal vez sea justo ahí —en ese espacio donde no intentamos entenderlo todo, sino simplemente hacer lugar— donde nace una forma distinta de conexión. Una que no exige que el otro se explique de más. Una donde su historia no necesita validarse en la nuestra. Una que no ocupa, sino que cobija.