Las nuevas amazonas

MELVIA quiere dejarlo sumamente claro: se unió a los rebeldes para matar, no para hervir mandioca ni realizar otras tareas generalmente asignadas a las mujeres. Deseaba luchar contra los hombres que atacaron su aldea en la República Centroafricana, quemaron su casa y mataron a su abuela. “No me uní al grupo para cocinar —dice—. Quería hacer el trabajo duro”.

Melvia era una de las varias mujeres que formaban parte del batallón de la milicia rebelde y es solo una de un sinfín de mujeres que han tomado las armas en el prolongado conflicto de ese país. Existen 14 grupos armados luchando por asumir el control del territorio y los recursos en una crisis que, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas, muestra los signos de advertencia de un genocidio. La amplia mayoría de los rebeldes son varones, pero muchas mujeres como Melvia han tomado las armas en todos los bandos de la contienda. Su existencia suele ser desconocida, negada o cuestionada por funcionarios y trabajadores de asistencia, quienes suponen que los grupos rebeldes de una sociedad dominada por los varones no permitirían que las mujeres combatieran. Sin embargo, contrario a los estereotipos y las suposiciones, las mujeres han entrado en combate en esa región.

Melvia hace crujir sus dedos mientras describe su entrenamiento en armas: ha aprendido cómo armar y desarmar AK-47 y rifles, así como sus deberes en los turnos de guardia, patrullajes y viajes al frente de batalla. Mientras lanza una fría mirada hacia el cielo, menciona las veces en las que ha disparado su arma casera. Luego suelta una carcajada cuando se le dice que es toda una combatiente. “Nos trataban igual que a los demás soldados. Como los hombres. Se me permitía dar órdenes, órdenes firmes, igual que los demás” (Newsweek acordó identificar a Melvia y a otras de las personas entrevistadas para este reportaje solo por su nombre de pila para evitar venganzas y estigmatización).


ARMADAS: Un miembro no identificado de un grupo de mujeres
que protegen su isla, Mbongo Soa, de los rebeldes de la Séléka. FOTO: FRED
DUFOUR/AFP/GETTY

El conflicto ha atormentado a la República Centroafricana durante más de cuatro años, desde que una coalición de rebeldes de mayoría musulmana, conocida como la Séléka, derrocó al gobierno. Cometieron atrocidades, mataron a cientos de civiles, incendiaron casas y robaron propiedades en su camino hacia la toma de la capital, mientras que varios grupos de milicias, principalmente cristianas, conocidas como los anti-Balaka, se levantaron y contraatacaron. Miles de personas murieron en esta violencia sectaria.

Finalmente, los miembros de la Séléka fueron expulsados de la capital, pero el país aún está lejos de lograr la estabilidad. La Séléka se dividió, y distintos grupos armados controlan ahora la mayor parte del país. La violencia resurgió el año pasado y ha ido en aumento, lo que hizo que Naciones Unidas advirtiera sobre un punto de inflexión en una crisis “olvidada”.

“SOLO ENCONTRAMOS CADÁVERES”

Resulta claro que las mujeres son una minoría en el frente de batalla, y muchas de las que se relacionan con grupos armados son obligadas a casarse, además de que enfrentan violencia sexual y realizan funciones “tradicionales” como cocineras o cuidadoras. Sin embargo, los expertos afirman que el hecho de reconocer la función más activa de algunas mujeres es muy importante para lograr la paz y la estabilidad, y ayudar a esas mujeres a realizar una función productiva en la sociedad. “La guerra siempre ha sido un sinónimo de masculinidad, de poder… pero solo ahora todo el mundo se da cuenta de que las mujeres son una parte muy importante”, dice Alejandro Sánchez, especialista en políticas de ONU Mujeres que trabaja para el empoderamiento de las mujeres. “Por ello, si realmente deseamos promover la creación de sociedades pacíficas y lograr verdaderamente una paz sustentable, también debemos tratar con las mujeres que participan en esos entornos, con esos grupos armados”.


TODOS ADENTRO: Melvia se unió al grupo de combatientes
después de que su aldea fue atacada. FOTO: CORTESÍA DE CASSANDRA VINOGRAD

En la estratégica ciudad de Bria, el comandante de Mariame se dirige a ella como “él”, y ella no tiene ningún problema con eso. Lleva el mismo uniforme, la misma arma y realiza el mismo trabajo que los hombres: combatir. “Me tratan como un hombre”, explica Mariame, de 21 años, al hablar de sus compañeros rebeldes, algunos de los cuales trepan detrás de la mujer a una camioneta armada con una ametralladora. “No tengo miedo”. Mientras se alisa la falda en un día de descanso en sus tareas de patrullaje, añade: “Voy a defender a mi país”.

A poco más de un kilómetro y medio, en el camino se encuentra la base improvisada de un grupo armado rival, y Leticia también está allí para pelear. “No hay diferencia entre nosotros. Yo trabajo como todos”, dice Leticia, quien cuida a un bebé mientras varios hombres con rifles asienten. “Cuando nos atacan, y los hombres desean salir para defendernos, yo voy con ellos”.

Entre las muchas ideas equivocadas que rodean a estas combatientes está la de que fueron reclutadas a la fuerza. Aunque existen muchos de esos terribles casos, muchas otras se ofrecieron como voluntarias, e igual que los varones, tienen distintas motivaciones que van desde la venganza y la curiosidad hasta el deseo de poder o la necesidad de disciplina.

Stevia se unió por venganza a un grupo armado. Estaba en el mercado con su madre vendiendo vegetales y especias cuando llegaron combatientes de la Séléka y comenzaron a disparar. La chica de 17 años y voz suave describe el caos que siguió y cómo ella y su madre huyeron a una granja mientras los rebeldes arrasaban su ciudad. “El grupo de la Séléka recorría nuestro vecindario y mataba a las personas en sus hogares. Mi padre y otras personas estaban en la casa. Cuando volvimos, solo encontramos cadáveres”.

Su hermana mayor también sobrevivió al ataque y después recordó haber oído acerca de unos combatientes llamados anti-Balaka que combatían a los de la Séléka. Así, las hermanas se propusieron encontrarlos. “Estábamos tan furiosas que queríamos unirnos al grupo para vengar a nuestro padre”, dice Stevia, e insiste en que fue su decisión. “Aunque no sabíamos exactamente quién mató a nuestro padre, simplemente decidimos matar a cualquier miembro de la Séléka que encontráramos”.


CARRERA PROFESIONAL: Lanissa dice que había muchas mujeres
con ella cuando entrenaba para luchar al lado de la Séléka. FOTO: CORTESÍA DE
CASSANDRA VINOGRAD

Se dirigieron al bosque en busca de algún campamento anti-Balaka. “Encontramos a muchas otras personas en el grupo, entre ellas, muchas chicas. Eso también nos animó a unirnos”, dice Stevia.

Al principio, los anti-Balaka se mostraron escépticos y les preguntaron a Stevia y su hermana qué querían. “Les explicamos lo que le ocurrió a nuestro padre. Ellos nos dijeron: ‘Si no tienen miedo, pueden unirse a nosotros; pero si no es así, simplemente deberían irse’. Les dijimos que estábamos listas”, explica, y pasaron a formar parte del grupo.

La hermana de Stevia le dijo que era demasiado joven para ir al frente de batalla y la instó a quedarse atrás y ayudar con la cocina. “Pero rehusé —dice—. Deseaba estar en combate”.

Aunque la pobreza hizo que ella y su hermana acabaran dejando el grupo, Stevia dice que todavía piensa en la muerte de su padre. “Estaría lista para unirme a otro grupo porque la necesidad de venganza sigue aquí. No ha sido satisfecha”.

UN VERDADERO SOLDADO

Ha habido varios intentos para desarmar a los grupos rebeldes del país y alentar a los combatientes a reintegrarse en la sociedad, un proceso que Naciones Unidas y otros organismos denominan “DDR” (desarme, desmovilización y reintegración). En uno de esos programas, puesto en marcha en octubre de 2015, se registraron 737 mujeres entre los 4,324 combatientes que tomaron parte del plan, de acuerdo con Naciones Unidas. En agosto pasado, el gobierno puso en marcha un proyecto piloto a menor escala con el apoyo de la misión de pacificación de Naciones Unidas, en el que cada grupo armado presentó una lista selecta de nombres. Únicamente seis de los 109 combatientes que se desarmaron en Bangui en septiembre eran mujeres. Dos de los 20 combatientes desarmados y desmovilizados semanas después en la ciudad de Bouar igual eran mujeres.


ESTHER siempre quiso ser soldado y destacó en su
entrenamiento. Ahora la preocupa no poder encontrar un trabajo como civil. FOTO:
CORTESÍA DE CASSANDRA VINOGRAD

“La experiencia ha demostrado que, en la mayoría de los procesos de DDR, no se han tomado en cuenta las necesidades de las mujeres”, explica Sánchez. Afirma que en estos programas suele tratarse a las mujeres como dependientes y no como participantes voluntarias en la lucha. Si las mujeres son vistas únicamente como víctimas, cocineras o limpiadoras, los programas de integración podrían reforzar los estereotipos sobre las funciones tradicionales al empujarlas de vuelta a esas áreas, en lugar de tomar en cuenta su experiencia de combate o su entrenamiento, así como lo que desean hacer con su vida.

Tomemos como ejemplo el caso de Esther. Con un chaleco tachonado de diamantes falsos encima de una camiseta a rayas que deja ver sus musculosos brazos y hombros, explica que siempre quiso estar en el ejército. Cuando la Séléka tomó el poder en Bangui, la única forma de convertirse en soldado fue unirse a sus filas. “Ellos nos entrenaron para ser soldados que sirvieran a la patria”, dice Esther. “Esperaba obtener un buen entrenamiento militar para convertirme en un verdadero soldado con un buen salario”.

El entrenamiento no fue fácil. Había ejercicios (carreras, arrastrarse por el lodo, pistas de obstáculos y pruebas de resistencia). Y había muchas mujeres entrenando con ella, explica.

Esther, de 26 años, dice que se dedicó en cuerpo y alma a su entrenamiento y a combatir las lesiones y la fatiga para derrotar a otros reclutas en los ejercicios de carrera. “Si eras fuerte, ganabas. Yo era fuerte, así que gané”, dice con orgullo.

Ella se burla de quienes piensan que las mujeres no pueden ser soldados. “Me considero a mí misma una mujer soldado porque sé cómo sostener y usar un arma de fuego”, dice, y añade con una sonrisa: “Las mujeres soldados pueden ser brutales”.

Pero, a pesar de todo ese duro trabajo, Esther no tiene nada que mostrar. La Séléka ya no está en el poder, y sus sueños de una carrera militar han quedado en el olvido. “No logré obtener nada”, dice, mientras su voz se apaga lentamente. “Todos esos años con ellos fueron tiempo perdido. Perdí mi tiempo y no logré obtener nada, ni siquiera un empleo”.

La investigación para este reportaje fue apoyada por una subvención del Centro Pulitzer para la Información sobre Crisis.

Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek