La hegemonía que fue y no debe ser

El presidente Enrique Peña Nieto arribó al poder político nacional en 2012 con 46 años de edad y presumiendo encabezar al “nuevo PRI”, quizás en un intento por deslindarse de aquella hegemonía priista que vivió el país y que sumió a su partido en lo que en resumidas cuentas conocemos como el auge de la corrupción en México.

Con una horda de políticos como él, jóvenes para la administración pública que estaban en los 40 años en promedio, que ganaron elecciones en los estados de la república en una ola electoral de aparente cambio en el tricolor, una inyección de juventud, nuevas formas y menos alquitrán, de la cual el mismo presidente vendía la idea de la novedad, se inició una de las épocas más oscuras en la historia contemporánea de México.

En los últimos cinco años, la administración de Enrique Peña Nieto no entregó a los mexicanos novedad alguna, en tanto exhibió la forma de hacer gobierno y a la administración pública federal, hacia el exterior, como lo que siempre ha emanado del PRI: gobiernos corruptos, políticos viejos en cuerpos de jóvenes, transas desde el gobierno con la construcción, tráfico de influencias, represión social, espionaje, abuso del poder, complicidad criminal, un dominio inmisericorde sobre el Poder Legislativo, opacidad, manejo discrecional del recurso público, inseguridad rampante.

Enrique Peña Nieto, para nuestra vergüenza, marcó a México como el país donde todo se puede, en el cual impera el ilícito y reina la impunidad.

Pero quizás el acto que terminó por definir al presidente de la república, hoy con 51 años de edad, fue la decisión y la forma de su actuación el 27 de noviembre de 2017. Ese día, por cierto, no un buen día para su apariencia física en la que tanto empeño evidentemente pone, al salir a televisión nacional con claros estragos físicos bajo sus ojos y excoriaciones en el cuello, confirmó lo que siempre fue: un fiel soldado del PRI, del PRI sin adjetivos ni calificativos. El mismo retratado a partir de un dinosaurio de grandes fauces, ambicioso, de voraz apetito político y económico, que rige la vida con las prácticas del pasado, en el cacicazgo, la corrupción, la reprensión y el abuso.

Ese día, Peña Nieto ejerció lo que en los últimos 17 años de vida política en México no se había practicado: el dedazo en su esplendor más anquilosado, de manera personal o forzada, eligió un candidato a sucederlo, pisoteando a las bases priistas y a los principios de la política moderna basados en la democracia, la transparencia, la diversidad, el derecho al voto, al consenso.

Como Luis Echeverría Álvarez, como José López Portillo, como Miguel de la Madrid, como Carlos Salinas de Gortari, Enrique Peña Nieto no se limitó a decirle al mundo que el gobierno de México emanado de ese partido es el mismo. El que designa de manera unilateral, el que mueve a los sindicatos charros de este país, el que cree en la cargada, el del besamanos y la entrega desmedida a cambio del poder por el poder, basados en el culto a la personalidad.

El objetivo de Peña Nieto es conservar para su partido la Presidencia de la República y regresar a nuestro país la hegemonía que mantuvo durante 71 años encabezando el gobierno federal. Paradójicamente apoyados, días después, por quien terminó con esa racha de dominio priista, el mismo Vicente Fox Quesada, que se desvive en halagos para el ungido del presidente priista.

En efecto, desde la fundación del Partido Revolucionario Institucional en 1929 por mente y estrategia de Plutarco Elías Calles, y hasta el año 2000, cuando por primera ocasión pierde la Presidencia de la República, ese partido tuvo 15 mandatarios, si contamos al fundador, el propio Calles que gobernó el país durante cuatro años, de 1924 a 1928, luego tres mandatarios cada uno por dos años sentados en la silla del águila: Emilio Portes Gil (1928-1930), Pascual Ortiz Rubio (1930-1932) y Abelardo L. Rodríguez (1932-1934).

A partir de ahí, comenzó Lázaro Cárdenas del Río, quien fue el primero en concluir un sexenio, de 1934 a 1940, y terminó Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000), que fueron gobiernos priistas sexenales.

Con 15 presidentes de México, uno por cuatro años, tres de dos años cada uno, y 11 con periodo de seis años, el PRI gobernó la república mexicana durante 76 años, la época llamada de la hegemonía priista.

Enrique Peña Nieto se convirtió en el presidente de la república número 16 de los salidos del Partido Revolucionario Institucional. Siempre los gobernantes emanados del PRI estuvieron rodeados de la sospecha de corrupción, desde la institucionalización de la transa instaurada por el equipo encabezado por Miguel Alemán Valdez (1946-1952), pasando por el desfalco a la nación en la administración federal encabezada por José López Portillo y Pacheco (1976-1982), pero nunca la corrupción fue tan real, tan palpable, visible y comprobable, como en este el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto.

A diferencia del pasado hoy hay instrumentos de la sociedad civil para la supervisión de las formas de gobierno. Suele haber algunas consecuencias para un mal actuar en la administración pública, aun cuando tardío —a toro pasado— pero pueden terminar en prisión, o prófugos de la justicia, pero siempre señalados. Es el caso de los 22 exgobernadores de estados de la república que enfrentan cargos, están bajo sospecha o encarcelados, varios incluso pertenecientes al “nuevo PRI” que enarboló Peña, como Javier Duarte de Ochoa o Roberto Borge.

Durante 71 años México fue gobernado por un partido que fue perdiendo escrúpulos. Que se desvió hacia el abuso al mantener el dominio total sobre las instituciones. Sin equilibrios sociales ni oposición política, se desarrolló una guerra sucia, la masacre de estudiantes, las devaluaciones sexenales, los desfalcos presupuestales. Muchos años le tomó a los mexicanos cambiar esa condición. Defender el voto del fraude electoral es una guerra que aún se libra.

Dominar con el poder político a los poderes del Estado es una vieja práctica que se revivió en este sexenio, para la imposición de políticas públicas impopulares, que gravaron la economía del mexicano, que le acotaron sus derechos y le ampliaron las obligaciones. Cuando los mexicanos fueron, a fuerza de voluntad y participación social, saliendo de esa dominación priista, llegó la transición política en el año 2000, y con ello se abrió la puerta a la participación ciudadana. Durante los dos sexenios encabezados por militantes del PAN se crearon organizaciones de la sociedad civil para evaluar los sistemas de gobierno, para apoyar a las víctimas de los gobiernos, y contribuir a la democracia y a la supervisión de la administración pública.

Esa puerta no se ha cerrado. Aun cuando en este sexenio ha habido intentos por limitar la participación ciudadana a punta de espionaje, terrorismo fiscal, presión sobre donantes de las organizaciones civiles, censura a los periodistas críticos, la sociedad unida ha salido adelante. Apoyándose unos a otros, creando organizaciones de organizaciones, para unidos hacer más, revelarse a un gobierno corrupto y no permitir el abuso del poder.

Ninguna hegemonía es buena. La dominación de un grupo sobre una sociedad tampoco. La transición política llegó a México y debe quedarse. Volver a la hegemonía que el país vivió durante 71 años es tanto como confirmar que el PRI es México, y no lo es. El 2018 será un año de definición para México en el mundo. O entramos en la modernidad de la democracia y la participación social, o nos quedamos en la república bananera de un partido anquilosado.