Un hombre que debe reservar su identidad acaba de ser deportado a México. Tenía varios años viviendo en Estados Unidos, donde están su esposa y sus hijos. A México llegó por la central de autobuses de Nogales, en Sonora, con la idea de volver. Cuando bajó del camión, dos desconocidos le salieron al paso. Lo subieron a un taxi y lo llevaron a una casa de seguridad en donde aguardaban otros dos sujetos. Lo que siguió después no solo es el episodio más brutal del que tiene memoria, sino parte del muestrario que tienen las organizaciones civiles sobre el nuevo repunte de la violencia contra migrantes.
“Abusaron sexualmente de mí, creo que los cuatro”, narra el hombre. Antes lo habían torturado y lo despojaron de los 2,500 dólares que llevaba consigo. Al final lo dejaron solo en el cuarto, pero ello no significó tranquilidad alguna. Desde ahí escuchó cuando los extorsionadores llamaron a su esposa para decirle que ya estaba en Estados Unidos, pero necesitaban 1,200 dólares adicionales para dejarlo ir. La esposa realizó el envío y entonces lo soltaron, bajo amenaza de matarlo si volvían a verlo.
Nogales es uno de los pasos más inhumanos e inclementes a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos. Está el clima desértico y está el control de los criminales: para ellos es su territorio y todo el que pasa por ahí está obligado a pagar una cuota, al precio que sea, incluida la estrategia de traficar droga para ellos en mochilas.
La Red Migrante de Sonora ya documentó este testimonio y lo sumó a un cúmulo de voces en un informe estremecedor. A esta red pertenece el padre Prisciliano, un férreo defensor que encabeza un refugio en Altar, la última parada antes de entrar en Arizona por el desierto. Altar es una diminuta localidad surrealista. Sus habitantes viven de todo aquello que proteja de la muerte.
En Altar hay más hoteles que casas, los locales rentan camas-dormitorio estilo cárcel, zapatos que borran las huellas en la arena, capuchas, chamarras, todo lo que sirva para que los migrantes puedan librarla en el desierto y puedan camuflarse de una robustecida Patrulla Fronteriza. Hace 25 años patrullaban la frontera con México 4,139 agentes, pero a finales de 2016 ya eran más de 23,000. Trump prometió contratar a 5,000 nuevos agentes más, pero hasta ahora no ha sucedido.
Una decena de entrevistados para este reportaje y la consulta de una serie de informes elaborados por defensores de derechos humanos, muestran cómo las organizaciones criminales en la frontera, lejos de desaparecer con la política antiinmigrante de Donald Trump y el ala más xenófoba de Estados Unidos, están más vivas y fortalecidas.
Migrantes esperan formados para recibir comida, en un centro para migrantes, en Caborca, Sonora. Foto: Alfredo Estrella/AFP
REACCIONES DEL ENTE CRIMINAL
Primero el anuncio del muro durante meses, y ahora las primeras imágenes de excavadoras removiendo la tierra para crecer el muro fronterizo, han reactivado el mercado del tráfico de personas en el norte y sur de México.
Hay un “efecto Trump”, y una de las consecuencias es la búsqueda de nuevas rutas para migrar, las más alejadas y las más inhóspitas. Algunos llegan a Sonora ya no para cruzar por el desierto, sino para descansar y seguir su camino a Tijuana y Mexicali, donde creen que será menos peligroso. El padre Alejandro Solalinde llegó a contabilizar 17 rutas antes del Plan Frontera Sur de 2014. Ahora hay más, algunas que ni los mismos defensores conocen.
“Las fronteras están calientes”, dice el sacerdote Pedro Pantoja, un férreo religioso que es el responsable de la Casa Belén del Migrante, un oasis en Saltillo, Coahuila, a 400 kilómetros de Estados Unidos. “Trump dice que acabará con los criminales, pero los criminales están creciendo, los criminales se están multiplicando”, dice Pantoja.
El crimen organizado aprovecha el momento de incertidumbre, crece y se diversifica, añade el sacerdote. Lo mismo en Nuevo Laredo que en Reynosa o en Piedras Negras. Es igual en toda la frontera.
Pantoja estuvo en agosto pasado en San Fernando, junto con otros defensores. Conmemoraron los siete años de la masacre de los 72 migrantes en esa localidad de Tamaulipas. Habían hecho un juramento a las mamás de los asesinados, la mayoría centroamericanos. Irían los defensores, no ellas, para no arriesgarlas en un sitio tan hostil.
Acudieron Pantoja, Fray Tomás, el padre Hernán Astudillo —quien trabaja con migrantes en Canadá— y otros curas de Monterrey. En México, casi todos los albergues para migrantes son dirigidos por sacerdotes o religiosas, aunque una buena parte de las personas que colaboran son laicos e incluso ateos.
“Nosotros tuvimos que demostrar de alguna manera, como defensores, que no nos aterroriza esto”, dice Pantoja. “Nuestro viaje al campo de sangre de San Fernando estuvo señalado por un atentado muy fuerte, donde salió un policía herido y estaba resguardado por la Marina”. Hasta el sitio de la masacre fueron acompañados por policías con ametralladoras.
Habla de San Fernando como un antes y un después de las organizaciones criminales.“La masacre de San Fernando fue como una profecía maldita, el principio de los movimientos de exterminio contra los migrantes”, señala el sacerdote. Una trágica historia que para él y para el resto de los defensores está lejos de terminar, más por la incapacidad del Estado. “Nos duele, nos indigna y, sobre todo, nos frustra la ineficacia y la insensibilidad del gobierno y su complicidad, la poca advertencia que hace a los migrantes del peligro que corren en todo el territorio”.
En su quinto informe de gobierno, Enrique Peña Nieto no uso ninguna vez las palabras “desaparecidos” y “asesinatos”, tampoco habló de la violencia contra los migrantes mexicanos que regresan al país deportados por agentes de Estados Unidos ni de los centroamericanos asediados por el Instituto Nacional de Migración y la delincuencia. En el mundo del presidente mexicano, el crimen organizado es menor y la culpa es de los estados y los municipios.
A siete años de San Fernando, es la misma historia, dice Pantoja: “México no ha dejado de ser un territorio del terror”.
En Nuevo Laredo, Tamaulipas, los defensores hablan del “código de pollero”, un número que deben tener los migrantes y decirlo a los criminales cuando los van interceptando a lo largo del trayecto. Es una clave que muestra que ya pagaron la cuota de tránsito por el país y que están protegidos por alguno de ellos —protegido de ser robado, violado, torturado, desparecido o muerto—. Un código, toda una estructura empresarial.
No importa el cártel en turno, los delitos son iguales o peores. Tampoco importa que haya cambiado el partido político, suelta sin tapujos el fraile franciscano Tomás, director del Hogar-Refugio para Personas Migrantes La 72, en Tenosique, Tabasco, un punto que roza con el Río Usumacinta y el comienzo del trayecto del tren conocido como La Bestia, llamado así por la cantidad de heridos y mutilados que va dejando cuando se trepan a él.
En este punto de la frontera sur, Fray Tomás se tomó una fotografía en 2010 que dio la vuelta en los diarios: con sotana puesta y el crucifijo colgando, sobre La Bestia y rodeado de migrantes.
Por esos días el terror era la presencia de Los Zetas. Ahora es el Cártel de Jalisco Nueva Generación. “Los Zetas ya pasaron a la historia”, dice el religioso, amenazado durante un largo tiempo por ellos. “Por acá, por donde nosotros estamos, no he escuchado más de Zetas”. Sea uno o sea el otro, señala Fray Tomás, los grupos se han fortalecido con el permiso del gobierno federal, estatal y municipal.
Otros nuevos perpetradores han salido en la ruta. Uno de ellos son los huachicoleros, dice el defensor Rubén Figueroa, como le llaman a los traficantes de gasolina y diésel.
En Oaxaca han encontrado a grupos de mexicanos comunes echando bronca a los migrantes, sacando machetes para robarles lo poco que traen consigo, dice Jessica Carranza, promotora del albergue Hermanos en el Camino en Oaxaca.
Guadalajara, parte de la ruta del Pacífico, es una excepción en el territorio. El delito generalmente no es del crimen organizado, señala Alonso Hernández, coordinador general de la organización FM4. Debido a ello, desde 2015, por esta ruta pasan más migrantes.
Foto: Frederick j. BroWn/AFP
MAYOR COBRO, MAYOR VIOLENCIA
Después de que Donald Trump llegó al poder enardeció su discurso contra la migración, y no ha parado de hablar de un muro más grande en la frontera. Esa retórica amenazante que reactivó en días recientes incide ya en los movimientos migratorios. Uno de ellos, quizá el más medible, es el aumento de los costos que imponen los traficantes de migrantes.
Si antes del año 2008 un pollero o coyote cruzaba a una persona por 2,000 dólares, ahora es un negocio multimillonario a cargo de grupos criminales en coordinación con las autoridades mexicanas. Si con Barack Obama los precios rondaban los 3,000 dólares, con Donald Trump el mínimo es de 5,000 y puede llegar a más de 10,000 o 12,000 dólares, depende el punto de cruce, la forma, la nacionalidad del migrante, el género, la edad, cuenta Alberto Xicoténcatl, director de la Casa del Migrante, en Saltillo.
En Tamaulipas, en otro punto de la frontera, sucede lo mismo: “La mayoría de los malos están cobrando el doble y la gente sigue arriesgándose”, dice el padre Giovanni Bizzotto, director de la Casa del Migrante Nazareth de Nuevo Laredo, un polo fronterizo donde operan Los Zetas y el Cártel del Golfo, con la complicidad de policías o con policías dentro de sus filas.
Nuevo Laredo, como San Fernando y todo el territorio de Tamaulipas, es una región de terror porque un migrante debe tener mucha suerte para no ser secuestrado, robado, golpeado, torturado o exterminado.
ANSIEDAD MIGRATORIA
El invierno de 2016, después de las elecciones de Estados Unidos en las que Hillary Clinton perdió, sucedió una cosa inesperada en algunos albergues mexicanos: estaba llegando más gente. Algo inusual porque, año con año, durante los meses de noviembre y diciembre, el flujo es menor. O durante el verano para el caso de los albergues en Sonora, donde es fácil morir por el calor del desierto.
Esos que entraban a los refugios eran migrantes apresurados con una consigna: cruzar antes de que Trump asumiera el poder; cruzar antes de que levantaran el muro; llegar antes de que aumentaran más los patrulleros en la frontera.
Cuando Trump juramentó como presidente, el 20 de enero, vino entonces el descenso. En febrero algunos albergues del sur y del norte de México ya tenían el 50 por ciento menos de los migrantes en tránsito. “Es por miedo a Trump”, comenta el defensor Rubén Figueroa. “Es por el endurecimiento de la política migratoria”.
En el albergue La 72, entre los años de 2013 y 2014 ingresaban alrededor de 800 y 1,000 migrantes cada día, pero ahora Figueroa dice que son entre 400 o 500 en toda la ruta migratoria.
En el caso del albergue del padre Solalinde en Oaxaca, ellos atendieron hasta principios de año un promedio de 350 migrantes al mes, y a partir de febrero cada vez fueron menos. En la casa del migrante de Saltillo la disminución es dramática: en el verano pasado atendieron hasta 615 personas diariamente y este año máximo llegan 60 cada día. En cambio, en los centros de detención de Saltillo ha subido el doble de personas, dice Alberto Xicoténcatl.
En San Luis Potosí, el año pasado llegaron 7,300 personas, pero la tendencia ahora es de alrededor de 500 cada mes. Lo mismo pasa en Guadalajara, en el corredor más largo del trayecto a Estados Unidos por el lado del Pacífico. Ahí opera el albergue FM4, donde se atendía a un promedio mensual de 600 migrantes hasta antes de que Trump asumiera el cargo. Ahora esa cifra se redujo 50 por ciento.
Los migrantes centroamericanos tienen miedo de “quemar el cartucho” en estos momentos de incertidumbre y enseguida ser deportados. Están cautelosos y prefieren esperar, explica Xicoténcatl. Por eso una buena parte de ellos ahora no tiene como destino final llegar a Estados Unidos. Por lo menos en Oaxaca, en el albergue del padre Solalinde, nueve de cada diez inmigrantes dicen que su objetivo es conseguir refugio en México.
Así, el país deja de ser un país de tránsito para convertirse en un país de destino. Aunque bajo el análisis de Xicoténcatl, es un destino temporal.
El año pasado, México recibió 8,800 solicitudes de asilo, pero solo reconoció a 3,078 personas como refugiados. Aun así, la cifra es superior en 206 por ciento al registro de 2015. Y si bien la gran mayoría son centroamericanos, este año comenzaron a llegar más venezolanos, según los datos de la Unidad de Política Migratoria del gobierno mexicano. Todos tienen prisa por huir.
La Patrulla Fronteriza hace su rondín en la frontera que corresponde con las playas de Tijuana. Foto: Guillermo Arias/AFP
LA POLÍTICA DEL TERROR
Si alguien conoce de los planes regionales y de las leyes en curso sobre migración, ella es la hermana Leticia Gutiérrez, de la orden scalabriniana dedicada a trabajar con migrantes y refugiados. Ella dirige un albergue de larga estancia en la Ciudad de México para migrantes que están enfermos, mutilados o que han sido víctimas de delitos graves. En el centro dan asesoría legal, sicológica, médica y social.
“Es importante entender que la política estadounidense, desde Obama y antes, ha tenido su impacto de detención y deportación a migrantes. Pero hoy con Trump, al ser un hombre tan visceral y sus tuits mañaneros, la política pública ordinaria en Estados Unidos efectivamente ha tenido un impacto para la población migrante centroamericana y extracontinental. Por eso para algunas personas al toparse con un muro político en el norte, quedarse en México es una opción”, dice en entrevista la religiosa.
Una de las estrategias para frenar la migración hacia Estados Unidos desde México es el Plan Frontera Sur, que nació en 2014 bajo el gobierno de Barack Obama. Pero a la par se cocinó el Plan para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica y se echó a andar en septiembre de 2016. Una de las metas es frenar la migración centroamericana, impedir que mujeres y niños salieran de sus lugares de origen.
En 2014, Obama declaró una catástrofe humanitaria por la cantidad de niños cruzando a Estados Unidos, una mayoría para reencontrarse con sus padres que habían migrado antes.
Entre los años 2007 y junio de 2014, la cifra de pequeños viajando solos, agobiados por el hambre y la violencia, era de 176,144, la mayoría de Honduras, El Salvador y Guatemala. El plan tiene dos fases, una que ya está operando para vigilar las fronteras entre El Salvador y Honduras, y la segunda que será de Guatemala con México, pendiente todavía.
Con la llegada de Trump se sumó un tercer proyecto, el menos conocido, dice la hermana Leticia: el Plan Fortaleza. Es un acuerdo trinacional entre Honduras, Guatemala y El Salvador contempla la implementación de bases militares para detectar el tráfico de drogas, armas y personas posibles víctimas de trata.
“[Pero] Lo que están haciendo con el plan es detener a migrantes y nuevamente desmotivarlos o regresarlos, hacer que no lleguen o que no crucen ni a México ni a Estados Unidos”, dice la religiosa, que tiene una formación en Comercio Internacional y amplia experiencia en derechos humanos.
Hay un muro más allá del concreto “que viene desde el norte de Estados Unidos”, dice la defensora. Y no son solo estos tres planes funcionando desde México hasta Honduras, sino la política en ese país. Por un lado, la lucha para que no sea cancelado el TPS (Estatus de Protección Temporal), el programa para la protección de migrantes de diez países, entre ellos El Salvador y Honduras, el cual tiene un futuro incierto.
El ánimo en Estados Unidos no es nada bueno entre los inmigrantes, sobre todo después de que revocó el programa de Acción Diferida (DACA), activado en 2012 con una orden ejecutiva de Obama, un alivio para casi 800,000 dreamers que ahora deben esperarse a que el Congreso los proteja bajo el amparo de alguna ley. Son inmigrantes que llegaron desde pequeñitos al país y que han crecido más como estadounidenses que como latinos. De ellos, alrededor de 600,000 son mexicanos.
Campesinos mexicanos y centroamericanos son deportados en la entrada de San Luis, Arizona. Foto: Jim Watson/AFP
Antes de que echaran abajo la continuidad del DACA, el gobierno de Trump canceló el programa de refugiados para niños que huyen de la violencia desde Honduras, El Salvador y Guatemala, el CAM. Los papás que viven legalmente en Estados Unidos podían pedir un estatus de refugiado para sus hijos menores y evitar el cruce peligroso por México. Ahora no.
Por si fuera poco, en Texas entró la ley SB4 desde el 1 de septiembre, la ley conocida como “Muéstrame tus papeles”, en la que policías pueden detener a una persona y pedirle pruebas de su estatus legal solo por su apariencia.
Un juez frenó temporalmente algunas partes de la controvertida ley, a la que se oponen ciudades como Dallas, Houston, Austin y San Antonio que interpusieron una demanda. Hay cuerpos de policía que están en contra de realizar funciones de agentes migratorios porque dicen que eso va a reducir la confianza de la comunidad.
El principal promotor de la ley SB4 es el mismo gobernador Greg Abbott, un republicano cercano al presidente Donald Trump que vive en silla de ruedas desde 1984.
Abbott quedó paralizado de la cintura hacia abajo cuando un árbol le cayó encima mientras corría. Es un hombre suave con los migrantes mexicanos que tienen un alto poder adquisitivo e invierten en territorio texano, incluso organiza ferias para que vayan a su estado, pero es un duro con la migración sin documentos. Es, de hecho, uno de los promotores para anular el DACA.
Las detenciones desde que llegó Trump a la presidencia son 43 por ciento más, pero las deportaciones no han llegado a las cifras de Obama.
Como sea, los migrantes buscan otras rutas, por eso usan cualquier forma a su alcance para atravesar la frontera, como los tráileres, esas cajas oscuras donde van humanos sobre humanos amontonados como si fueran cartones, con falta de oxígeno, sin agua. Como el tráiler de San Antonio, en Texas, con diez muertos descubiertos el 24 de julio a las afueras de un Walt-Mart. Casi todos eran mexicanos jóvenes que se turnaban para respirar a oscuras por un pequeño orificio hecho por ellos mismos.
El tráiler es uno de los métodos más peligrosos que usan los traficantes para cruzar personas y es uno de los que más invisibiliza a los migrantes. Muchos solo son descubiertos cuando son abandonados por los choferes o en otro momento trágico.
El aumento del paso de tráileres con migrantes vino con el Plan Frontera Sur, cuando el gobierno mexicano puso vigilancia extrema en el tren de La Bestia y en el trayecto de los migrantes. La preocupación es que, ahora, con mucha más presión política y más vigilancia, se les utilice cada vez más.
La suerte de los migrantes en esta nueva era sobrepasa los límites de la atrocidad. Lejos de provocar el desaliento de los millones que buscan cruzar la frontera hacia Estados Unidos, la política antiinmigrante de Trump vuelve la travesía un acto más desesperado y alimenta la brutalidad de las bandas criminales, como la que destrozó la vida del migrante en Nogales, Sonora.