Sangre caliente

“NO AGUANTA MÁS”, exclama el chofer de un camión de redilas asomando la cabeza por la ventana, y lo que alcanza a ver torciendo el cuello es una montaña de gente que se apila en la caja de carga. Su vehículo se queja: gime, inyecta gasolina, se fuerza como un anciano valeroso que debe subir una montaña, pero el peso descomunal de unas 20 personas que lo abordan a saltos en la colonia del Valle castiga a su máquina y le aplasta el chasis.

“Sí aguanta”, lanza uno y un gritón coro de hombres que quiere salvar vidas lo sucede. Al fin, con rechinidos el camión se une a este milagro colectivo cuyo mantra es ayudar-ayudar-ayudar, y avanza sobre Gabriel Mancera, la avenida donde este martes 19 de septiembre ha caído un edificio y, a unos metros, otro. Dos moles de siete y seis pisos colapsadas, llenas de mujeres y hombres, a las que se acercan mareas humanas desde los cuatro puntos cardinales.

Twitter, Facebook y las demás redes sociales han propagado un ruego: manos, necesitamos manos, y la Ciudad de México responde con una impostergable vocación solidaria. Nadie merece morir bajo la suela furiosa del sismo de 7.1 grados y, aunque eso nadie lo dice, a las 15:30 horas, cuando apenas han pasado dos horas de que las placas tectónicas se hayan sacudido con monstruosa violencia desde el estado de Puebla, las multitudes se organizan: dos hileras. Una para meter a los derrumbes cubetas vacías y sacar otras llenas de escombros y fierros retorcidos.

Mujeres y hombres mezclados se pasan los contenedores de plástico de mano en mano como hormiguitas obstinadas cuyo esfuerzo individual es infinitesimal pero que en conjunto son una maquinaria imponente. Dos horas nada más de la tragedia que derrumbó decenas de edificios en la capital del país y otras poblaciones cercanas, y no solo hay una muchedumbre sacando rocas, metal, sino cientos de otros voluntarios que auxilian de distintos modos, menos espectaculares pero igual de necesarios: dan de comer sándwiches a los ciudadanos, los dotan de tapabocas para que no se enfermen inhalando el polvo de las construcciones, y les dan agua. Agua aquí sobra. “Agua, agua”, exclaman chicas que pasan de mano en mano botellitas. Quieren que las y los guerreros estén bien hidratados en esta batalla en que el sol azota a una ciudad. Al calor se une el filtro desértico que despiden en las colonias más castigadas las partículas del material de construcción vuelto amasijos.

Delante de la multitud, un horror que uno nunca creyó ver en vivo: en la esquina de la calle Escocia los pisos aplastados como un pastel de varias capas que al comprimirse han dejado colgando hacia el exterior cortinas, colchones, triciclos. ¿Quién está ahí dentro, qué cuerpos inertes o con el corazón latiendo en las infernales entrañas de un oscuro laberinto de concreto en el que se mezclan muebles, fotos, todos y cada uno de los objetos que acompañaban su día? Una incógnita, y no importa.

Hay que continuar y ese empeño incansable se ve en los picos, las palas, en los ojos bien abiertos bajo los tapabocas, en las manos que los escombros han ido llenando de grietas que sangran, en los zapatos cubiertos de tierra de gente que va y viene anhelante de hacer algo. Lo que sea.

Hay gritos, órdenes que descerrajan las gargantas de personajes que de un momento a otro quieren ser líderes, quizá porque su inconsciente sabe que, en México, depender del gobierno es condenarse al abandono. Vivimos en el desgobierno o el sometimiento: la autoridad te suele castigar u olvidar, y por eso los que nunca han gobernado se vuelven jerarcas para dar orden a este caos. Y su vigor para pensar en orden por el bien colectivo tiene ya, pese a que hace nada se cimbró el subsuelo, un instante que conmueve: el silencio.

Hay que alzar las manos y girándolas llamar al silencio. Para los rescatistas es el bien más preciado. Por ese sagrado silencio oirán las voces desesperadas de personas atrapadas dentro de los cerros de concreto. Como un invidente que interpreta el mundo con sonidos, con el más leve chasquido que le señala algo, si la multitud les regala silencio ellos, los topos, oirán a la distancia un lamento desde el inframundo, y podrán reptar entre los huecos del desastre.

Si las manos se alzan todos respetan. Los dedos giran apuntando al cielo, en esta porción de ciudad enmudece, y nos llenamos de esperanza: quizás esos héroes que trepan en el cerro de cascajo hayan oído algo.

Sí, oyeron. Son las cuatro de la tarde, hora en que al silencio ahora lo disuelve otro grito múltiple: ¡camilla, camilla! Los paramédicos corren como atletas en la franja libre que les ha abierto la gente.

Pasan segundos y por la misma senda un joven avanza veloz hacia la ambulancia sostenido en la camilla por ocho manos expertas de mujeres y hombres de blanco. El cuerpo del chico está cubierto del polvo maldito que nos recuerda que hoy se produjo una tragedia, pero en su cara hay sangre. Sangre caliente. Está vivo. Y entonces las manos que daban vueltas en el aire bajan para que las palmas llenen de aplausos la calle. Está vivo. Ese alguien que no conocemos seguirá entre nosotros.

De pronto, los aplausos ceden. Es hora de volver a pasar las cubetas, tomar agua de cara al sol, mover las palas, sacar escombros, y seguir buscando. No puede haber pausa, todos tienen sed: de más y más vida.

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