Reconocerse en la tragedia

VIVÍ EL SISMO DE 1985 en aquella casa de Ámsterdam, en la Hipódromo-Condesa. Mis recuerdos son como los de un sueño. Seguramente les he dado forma durante años de escuchar historias y contar la mía: un niño aferrado a una escalera que mira a su hermano llorar con un juguete en la mano, mientras su madre los toma en brazos e instintivamente avanza hasta la calle.

Esta vez me encontraba en los viveros de Quevedo. Estaba corriendo cuando perdí el equilibrio. Los árboles bailaban y supuse que la tierra se abriría frente a mí. Cien metros adelante la gente se reunía en un punto de seguridad. Entre abrazos, lágrimas y rezos los teléfonos dejaron de funcionar.

Caminé por la avenida Coyoacán hasta llegar a Acacias. En el camino cobré conciencia de lo que había sucedido: los semáforos no funcionaban, el tránsito de vehículos era caótico, las ambulancias iban y venían, las calles lucían saturadas de peatones.

Pero cuando atravesé la colonia Del Valle comprendí los motivos del desastre vial y el nerviosismo.

La Ciudad de México había sido sacudida: polvo gris pesado sustituyó la habitual contaminación atmosférica, decenas de edificios dañados o literalmente deshechos, gente incomunicada en cada esquina, corazones palpitando tras ver de cerca el rostro de la muerte dibujado por un derrumbe.

Todos lo saben: la especulación inmobiliaria promovida por el gobierno coincide con la gentrificación creciente de las colonias más afectadas por el terremoto.

Trabajadores domésticos, de la construcción y el sector de servicios, así como oficinistas, dueños de pequeños negocios, estudiantes y habitantes de la zona fueron quienes resintieron con mayor fuerza el temblor.

Vecinos y ciudadanos de a pie hicieron lo que se hace siempre en México: trabajaron de forma autónoma para solventar la emergencia. Durante los primeros minutos, la falta de equipo e instrucción fue compensada con organización y coraje.

Más tarde, Protección Civil y otras corporaciones arribaron a los diversos sitios críticos de la CDMX para coordinar las operaciones de rescate, aseguramiento y evaluación de inmuebles.

No obstante, más y más gente siguió trabajando solidariamente, sin haber comido, casi sin agua y, en ocasiones, sin noticias de sus familiares. Los víveres, materiales de curación y herramientas no tardaron en llegar. Los voluntarios tampoco cesaron de aparecer: se renuevan con el ímpetu de una sociedad que se encuentra a sí misma en medio de la tragedia.

EL DERRUMBE DEL MIEDO

Irene Alejandra Galindo (maestra de danza, 32 años)

LA CALLE JUAN ESCUTIA es el camino de muchos que, como yo, salen a ofrecer ayuda en el que es quizás el mayor desastre que recordaremos. En plena oscuridad, muchas personas caminan en sentido contrario arrastrando maletas y puñados de nervios en busca de un refugio.

Cargo con la mochila más grande que encontré en casa y camino buscando una tienda para abastecerme de agua y barras energéticas; hay rescatistas que trabajan desde hace horas y seguro tienen hambre y sed. Nada. Muchos edificios están a punto de colapsar y los negocios están cerrados. No hay dónde comprar víveres en toda la zona, pero sigo adelante.

Después de saltar varias cintas de seguridad, llego a la colonia Roma buscando un punto dónde brindar apoyo. “¡Hay que llevar agua!”, escucho a lo lejos. Abro la mochila, la lleno de botellas y tomo un galón en cada mano para llevarlos hasta la fuente de Las Cibeles.

Un círculo de motocicletas alumbra lo que se dispone como punto de atención médica. Los doctores improvisan consultorios bajo lonas donadas por vecinos. “¡La de azul!”, me grita un hombre mientras me da una cartulina y un plumón. “Con letra bonita: hay que pedir materiales quirúrgicos, oxígeno, material de venoclisis…”, yo apunto de prisa dudando de mi ortografía. “El chiste es que se entienda…” me dice, “…y ponle que es urgente”. Al terminar, una niña me quita la pancarta y la muestra en alto para que la foto circule en redes.

Boto la mochila y ayudo a recibir medicamentos que por un momento parecen excesivos. “¡Alcohol aquí, antisépticos allá, analgésicos y antibióticos separados, hay que revisar caducidad!”. Me esfuerzo por no mezclar suero con solución, ni jeringas de 5 con las de 10.

“¡Otro derrumbe!”, escucho a lo lejos, y vuelvo a la realidad. He clasificado materiales por tres horas y lo que parecía excesivo ahora resulta insuficiente. Las motos se llevan botiquines listos para el nuevo colapso, mientras los médicos atienden a rescatistas golpeados e intoxicados que a pesar del dolor siguen con sus labores tan pronto los atienden.

Aquí nadie descansa. El tiempo apremia, el trabajo sigue, el sueño se olvida. En medio de la penumbra crecemos como ciudad y nuestros miedos también se derrumban.

SIN MÁS REFUGIO QUE LA FE

Milver Elener Avalos Miranda (peruano, 21 años, estudiante de intercambio en la UNAM)

JAMÁS se borrarán de mis retinas las imágenes de estudiantes asustados y abrazándose, otros llorando y suplicando a Dios, para que todo vuelva a su normalidad.

Desesperadamente mis pupilas recorrieron toda la explanada en busca de un compañero de clase para hacerlo yo también, porque en esos momentos lo que más deseaba era un abrazo y alguna palabra de ánimo, pero como estudiante de intercambio recién llegado, con mi familia y amigos a 4,719 kilómetros de distancia, no veía a nadie. Me quedé desoladoramente solo.

Nunca había presenciado un sismo de tal magnitud y no me encontraba preparado. Aun cuando Perú, mi país natal, es como México, zona altamente sísmica, nunca me había tocado. El 19 de septiembre me encontraba en la explanada de la parte alta de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Recién habíamos hecho el macrosimulacro en el que se recomienda no correr, no gritar, no empujar, pero cuando ocurrió el real, corrí como si estuviera en la final de una maratón de juegos olímpicos porque en la charla de seguridad nos dijeron que ese lugar es peligroso. En cuanto llegué a la parte baja, empecé a deslizarme más calmado.

Al mirar los edificios y los árboles que se movían violentamente, pensé que en cualquier momento las paredes cederían y yo no viviría para contarlo. Por mi mente pasó la loca idea de morir lejos de mi país y de los míos. En esos momentos cruciales sentí mucha nostalgia por no poder despedirme de mis padres, de mis amigos, novia y de los compañeros de clase de la Universidad Nacional de Trujillo de Perú, casa de estudios de la cual provengo. En esos momentos, si de algo estaba seguro, es que los edificios de CU se desplomarían.

Cuando todo volvió a su normalidad continué caminando con más prisa para llegar a la casa en donde rento una habitación. Para mi mala suerte no había luz, ni señal de celular, así que a mi familia le tocó pasar una larga noche en vela y la angustia de no saber de mí, mientras los noticieros de Perú transmitían devastadoras noticias sobre el terremoto.

La noche del sismo los vecinos me hicieron dos recomendaciones: que comprara velas y que echara llave a la puerta, porque los delincuentes comenzaban ya a entrar en las viviendas para robar. Ni corto ni perezoso fui a la tienda más cercana, pero las velas se habían acabado y después de recorrer varios establecimientos apenas pude conseguir una veladora, de las que se usan para rezar a los santos. En mi cuarto la encendí y al iluminarse me percaté de que había quedado justo frente a una imagen de Jesús que hay en mi habitación de alquiler. Solo me quedó pensar que frente a la naturaleza el ser humano no tiene más refugio que su fe.

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