Lo efímero del arte: Aline Herrera

El arte urbano es efímero. Eso es lo más grandioso de mi trabajo como muralista: que estoy haciendo algo que va desaparecer: van a tumbar la casa, pintar la pared o alguien va a rayar encima. Cuando haces un mural estás creando algo de lo que te debes desprender —esa es la diferencia con una escultura o una pieza de caballete—. En la calle te expones a que cualquiera te puede hablar; te pueden decir: “Esto es un avión o un tigre y tú pensabas que estabas haciendo una ballena”. Es muy interesante porque es algo que regalas a las personas; es un acto de darle a una comunidad algo que van a ver todos los días: una imagen que, al verla, los afecta. Es un intercambio porque la gente te da muchas cosas, siempre te acoge. Cada vez que llego a hacer un mural en una vía pública, recibo una muy buena atención por parte de las personas que viven por la zona. Por ejemplo, aquí, en la colonia Doctores, un vagabundo me ayudó a barrer al final de mi día de trabajo. Eso crea un diálogo que de alguna manera se vuelve parte de la obra. De pronto, otro día pasas por esa pared y tu mural ya tiene una bomba encima. Así, la pieza cambia, evoluciona, se transforma, muere y, de alguna forma, deja de ser tuya.

FOTO: ANTONIO
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En México la escena representada por los muralistas es una cambiante. Entre nosotros existen dos categorías de artistas: los de escuela y los que no recibieron una instrucción académica formal. Estos últimos vienen de bandas de la calle y empezaron a grafitear desde muy chicos; de tanta práctica ahora son muy buenos y reconocidos artistas, se han levantado por sí solos a través de la técnica y de su trayectoria. El problema con esta separación entre escuelas es que genera un ambiente que algunas veces se siente hostil porque hay peleas entre ambos bandos. Imagínate que es como el rap en las calles. Yo nunca crecí en ese contexto y tampoco soy de escuela. Ellos salieron de la academia San Carlos, suelen ser críticos y algunas veces se los come la técnica o la retórica; creo que les falta experimentar. Después de todo, es un ambiente curioso. Yo he logrado convivir con estos dos mundos y he podido aprender de ambos. Más allá de las bandas y las escuelas sí hay una comunidad porque somos una familia de artistas y no hay nada como crecer juntos y levantar una escena juntos.


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Empecé a hacer murales a los 17 años por diversión. Me juntaba con amigos que pintaban o que tocaban música: éramos todo un grupo de inadaptados que hacíamos cosas distintas a los demás jóvenes, como pintar en las paredes de nuestros cuartos mientras alguien tocaba la guitarra. Al principio hacía cosas monstruosas y psicodélicas, era todo menos formal, más libre. Luego estudié diseño industrial en la Universidad Iberoamericana y en ese tiempo tomé muchos cursos de escultura, cerámica y pintura. Me encaminé a lo que hago hoy.


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Ahora trabajo en un proyecto de la Universidad de Canadá que acaba de llegar al Museo del Juguete. Ahí estamos desarrollando una instalación funcional: un videojuego que sirva y que requiere de toda una intervención artística. Lo estamos haciendo a partir de piezas abandonadas y reutilizadas. Es un reto en el que tenemos que hacer electrónica con carpintería, herrería, arte y todo esto en unas cuantas semanas.

Esto es lo que hace al artista. Este tipo de retos son los que no te encasillan.


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