Derrotar al Estado Islámico no será suficiente

En La edad de la ira. Una historia del presente (Galaxia Gutemberg, 2017) el ensayista y novelista indio Panjak Mishra plantea que en la actualidad experimentamos “un pánico ubicuo”, “un sentimiento, generado por los medios de información y amplificado por las redes sociales, de que puede pasar cualquier cosa, en cualquier sitio, a cualquiera, en cualquier momento”. En Barcelona, y después en el mundo entero, el jueves 17 de agosto vimos imágenes aterradoras y escuchamos sonidos desgarradores de esta “edad de la ira”, que caracteriza muchos procesos del mundo contemporáneo.

La Rambla es un histórico paseo del centro de Barcelona, una arteria que transcurre desde la emblemática plaza Cataluña hasta el puerto de la Ciudad Condal, como también se conoce a Barcelona. Es una calle bulliciosa y cosmopolita de la costa del Mediterráneo, por la que a diario transitan turistas de todo el mundo, familias, estudiantes, comerciantes, vecinos de diversos barrios de la ciudad y de fuera de ella. La tarde del 17 de agosto, después de un atropellamiento masivo, La Rambla se transformó en un escenario de muerte, dolor, miedo y caos. Pero ese lugar también se convirtió en un espacio de solidaridad y resiliencia ciudadana, de muestra de valentía y eficacia de los servicios de emergencia. Ahora sabemos que los ataques, primero en Barcelona y luego en la pequeña ciudad costera de Cambrils, fueron ataques rudimentarios, planes alternativos con respecto a los planes originales, y que el objetivo era causar una masacre aún mayor. La respuesta de la sociedad catalana se reflejó días después en el lema “No tinc por!” [“¡No tengo miedo!”], que emergió en una manifestación multitudinaria de repulsa a los atentados y de solidaridad con las víctimas y sus familias; un lema que quiere afirmar que los atentados terroristas no modificarán el modelo de vida de una ciudad abierta, tolerante y solidaria como lo es Barcelona.

Desde hace varios años, diversos especialistas en terrorismo y seguridad internacional sabían que era cuestión de tiempo para que uno de los múltiples grupos que han planeado atentar en España en los últimos años tuviera éxito. El anterior ataque yihadista exitoso en España tuvo lugar hace 13 años, en marzo de 2004, con bombas en diversos trenes de Madrid; el ataque fue reivindicado por Al Qaeda. En el caso de Barcelona, en 2008 las fuerzas de seguridad desactivaron un plan para atentar con explosivos en el metro. Sin embargo, la certidumbre de un ataque en la Ciudad Condal se aceleró en agosto de 2016, cuando el Estado Islámico (EI) difundió una imagen en la que el icónico edificio de la Sagrada Familia de Barcelona apareció como objetivo.

Barcelona y Cambrils sufrieron lo que otras ciudades europeas han vivido en los últimos dos años y medio. Ciudades como París, Copenhague, Bruselas, Niza, Múnich, Berlín, Londres, Estocolmo y Mánchester han sido objetivos del terrorismo yihadista, en sus muy diversas facetas y dimensiones. La gran mayoría de esos ataques han estado vinculados de alguna manera con el EI (o Dáesh, por sus siglas en árabe). Muchos de esos ataques han sido perpetrados por hombres jóvenes nacidos en países europeos, o que habían llegado a Europa siendo aún niños. Algunos de estos terroristas recibieron entrenamiento o adoctrinamiento en Siria, Irak, Libia o Túnez, pero otros se radicalizaron en suelo europeo. En estos ataques se ha utilizado una gran diversidad de medios: cuchillos, hachas, armas de fuego de diversos calibres, vehículos de todo tipo e, incluso, explosivos (como en París, en noviembre de 2015; en Bruselas, en marzo de 2016; y en Mánchester, en mayo de 2017). En el caso de Barcelona y Cambrils las novedades han sido la juventud de algunos de los atacantes, la rapidez con la que fueron radicalizados, la percepción de que la gran mayoría estaban muy bien integrados en la sociedad catalana, y que ninguno de ellos había sido fichado por fuerzas de seguridad, dentro y fuera de Europa, como potenciales terroristas. Todo esto muestra que el terrorismo de corte yihadista es un fenómeno en constante evolución y transformación.

Muchos ciudadanos y políticos europeos son conscientes de que la lucha contra el terrorismo yihadista, y contra la radicalización de sus jóvenes, será larga. Y saben también que muy probablemente se volverán a producir atentados en alguna parte de Europa, con mecanismos más o menos sofisticados pero letales. Tarde o temprano el Estado Islámico será derrotado, pero eso no significará la desaparición de la ideología radical que le ha dado cobertura a este y a otros grupos, como Boko Haram en África Occidental, o Jemaah Islamiyah en el sudeste asiático. Surgirán otros actores que intentarán llevar el caos y la destrucción que se vive en Oriente Medio y el norte de África a Europa y otras regiones del mundo. Por eso es una tarea urgente en Cataluña, España y el resto de Europa atajar la islamofobia y la xenofobia atizadas por grupos racistas y fascistas. La consolidación de sociedades fracturadas, temerosas de la diversidad y la pluralidad, sería un triunfo del terrorismo yihadista y de la extrema derecha europea. Y por eso es importante reconocer y desactivar las condiciones políticas, sociales y económicas que generan el odio y la rabia.

La contención y el combate del radicalismo, a mediano y largo plazo, pasa por reconocer que no solamente hay que actuar en suelo europeo, sino que es fundamental que Occidente ayude a generar condiciones para el desarrollo económico y social en África y Oriente Medio. Pero sin una lógica paternalista; con humildad, reconociendo la deuda histórica con esas regiones derivada del imperialismo de los países europeos, y reconociendo los errores cometidos (como el apoyo, explícito o implícito, a líderes y regímenes autoritarios o dictatoriales). Esto implicará incrementar la transferencia de miles de millones de euros en ayuda al desarrollo; dinero que en lugar de ser utilizado para fortalecer las fronteras externas de Europa (“la Europa fortaleza”), deberá mejorar la vida de millones de personas que aspiran a llegar al continente europeo para tener una vida mejor. Se requiere un nuevo nivel de compromiso, basado en una obligación moral, pero también en el propio interés de Europa. Solamente de esta forma se podrá avanzar en la desactivación del odio y el radicalismo que florece en esta época de la ira que caracteriza el mundo contemporáneo.

El autor es profesor de relaciones internacionales en la Universidad Autónoma de Barcelona.