Reflexiones de un sacerdote gay

MIS PAPÁS ayudaron a organizar una marcha en Londres a favor de la familia en 1971. Fue parecida a las que tuvieron lugar en México y en Colombia el año pasado. Eran manifestaciones de repudio al movimiento hacia la normalización de la vida de las personas LGBT, sea por la descriminalización de la homosexualidad, sea, más recientemente, por la llegada del matrimonio civil igualitario. Ahora me ha tocado ir en el sentido contrario de mis papás: hablar en primera persona como teólogo y sacerdote católico —que también se da el caso, soy hombre gay sin armario, o fuera del “clóset”— respecto a las marchas y sus efectos. Me ha tocado dar este testimonio ante varios públicos, católicos y ecuménicos, en Colombia el año pasado, y en México en esta cuaresma.

¿Por qué levantar la voz? Pues, en primer lugar, porque ni mi papá, un diputado evangélico de la línea dura del Partido Conservador, ni mi mamá, que participó en la organización de la marcha británica, sabía que el niño que tenían en casa era gay. Yo sí, acababa de aprender en el colegio, a los nueve años, que era un “queer” —joto o puto—. Pero de haber sabido ellos es de dudarse que hubieran cambiado de parecer. Durante muchos años, y en el caso de mi papá hasta poco antes de su muerte, seguían pensando que ser gay era una elección libre que la hace cierta gente perversa y contraria a la fe cristiana. Mi papá hasta llegó a sospechar que me había hecho gay como acto personal de hostilidad o venganza hacia él. En todo caso, el modelo que seguían en aquella época personas de convicciones evangélicas fuertes era el de Abraham. Este manifestó su obediencia a Dios al mostrarse dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac. ¿Cómo no imitarle, entonces, con todo el dolor de alma que provocara, al sacrificar psicológicamente al hijo gay?

Ciertamente no fui el único niño de la época en haber crecido bajo esta sombra, aunque muchísimos de mis contemporáneos no están aquí para dar su propio testimonio, pues la cosecha del sida entre los que llegamos a la adultez sexual entre 1980 y 1985 fue devastadora. Pero no cabe duda de que entre las familias que organizaron las marchas recientes habrá más de un corderito rosa que corre el riesgo de llegar con terror a la adolescencia y a la adultez como oveja o carnero rosa. Irá descubriendo que la tan alabada vida familiar de su hogar se verá sometida a fuerzas estresantes inmensamente destructoras para todos sus miembros. Pero no las habrá causado él o ella, pero sí la falta de veracidad de gente religiosa que poco pretexto tiene, pues ya sabemos mucho más de lo que se sabía hace medio siglo.

Por esto me parece ineludible hablar de estas realidades en primera persona, como una tentativa, sin duda inadecuada, de dar testimonio del proceso de los últimos lustros que ha permitido que personas LGBT, católicas y evangélicas, entre otras, comencemos a vivir de manera armoniosa tanto la fe como la realidad de la orientación sexual o la verdad sobre el género. Dirán algunos que hablar de lo gay en primera persona me hace indigno de ser un sacerdote. Mi respuesta: Dios tiene como costumbre escoger lo inadecuado para darle chispa a sus obras; aun así, sobre mi indignidad para el sacerdocio, estamos de acuerdo. Sin embargo, dudo que sea mucho mayor que la de muchísimos hermanos sacerdotes. Al fin de cuentas, no es exactamente un secreto el que la proporción de hombres gays en el sacerdocio supera en mucho aquella de la población en general. La cuestión es si sí o si no la indignidad se rescata un poquito al arriesgar vivirla con algo de transparencia. Y mi experiencia es que, al tener que escoger entre la indignidad transparente y la indignidad tapada, el pueblo fiel prefiere la primera en su cura. A fin de cuentas, la vulnerabilidad es siempre más atractiva que una rigidez mantenida por el miedo. Muchos clérigos se refieren a “ellos” al hablar de la gente gay, cuando, visto quién habla, la palabra “nosotros” sería más adecuado. Y esto ya está pasando de ser mentirita blanca a algo más bien grave. Sobre todo, cuando el tono es acusador, ¡como tantas veces lo es!

Entonces ¿qué es lo que ha pasado en las últimas décadas para que nos demos cuenta de que, en verdad, la defensa de la familia pasa más bien por la aceptación serena de sus miembros LGBT y la convivencia con ellos, y no por su rechazo, con la consiguiente destrucción de la familia? Quiero hablar aquí primero con lenguaje católico y luego con lenguaje evangélico. Conozco bien ambos, pues me convertí de la religión evangélica de mis papás al catolicismo a los 18 años. En parte por haberme enamorado de un compañero católico de colegio, y en parte por haber apreciado que la comprensión católica de la naturaleza humana, más abierta al aprendizaje sobre lo que verdaderamente existe, desembocará en el reconocimiento de que el amor es el amor, independiente de la orientación sexual. Pero, mi historia personal aparte, la verdad es que, en los dos campos, a esta altura del campeonato existen recursos más que suficientes para que toda persona de buena voluntad pueda reconocer aquello que es verdadero sin colocar en riesgo la integridad de su fe.

Lo primero que me ha tocado vivir es el cambio de percepción de las ciencias humanas con respecto a lo gay. Aquello que antiguamente se consideraba o bien un vicio o una patología ya se ha comprobado, vez tras vez, que es una variante minoritaria y no patológica dentro de la condición humana, y una que ocurre regularmente. Se ha hecho evidente en la medida en que los estudiosos fueron descubriendo que no existe patología alguna intrínseca al hecho de tener una orientación sexual gay. O sea, que todos, gente hetero y gente gay, tenemos tendencia a toda clase de problemas psicológicos, pero nuestra respectiva orientación sexual no es de por sí uno de ellos.