DURANTE SEIS AÑOS, de 2006 a 2012, mientras gobernó el país Felipe Calderón Hinojosa, el Ejército mexicano primero, y la Marina después, realizaron labores de persecución, inteligencia e investigación sobre el crimen organizado y el narcotráfico. También dedicaron horas y esfuerzo a la erradicación y el aseguramiento de drogas.
Dos de los decomisos de mayor cuantía de los que se tenga presentes, uno de 136 toneladas de marihuana y, otro, un plantío de cannabis de 120 hectáreas, fueron descubiertos por militares, o militares en el retiro.
Ciertamente el presidente Calderón no apegó la labor del Ejército a la ley. Rebasado por la inseguridad y la violencia en México, producto de los cárteles de la droga que se enfrentaban —enfrentan— unos con otros para ganar territorios de trasiego de estupefacientes hacia Estados Unidos, y para venta y distribución de sus enervantes en suelo mexicano, el exmandatario recurrió a una de las fuerzas que, por entonces, era la menos corrompida, o la que despertaba mayor confianza: las fuerzas armadas.
También en aquel entonces era (y sigue siendo) una realidad la corrupción en las corporaciones policiacas, instituciones estas de federación, estado o municipio, infiltradas por el narcotráfico las más, corrompidas otras, e ineficaces algunas. Entonces el equipo de Calderón creó un sistema de evaluación de los policías y estableció un periodo de depuración de las corporaciones. El objetivo era que cuando las policías de México fueran más o menos confiables, los militares regresarían a los cuarteles.
Pero ese escenario no se dio. A Felipe Calderón no le alcanzó el sexenio, y en cuanto el priista Enrique Peña Nieto tomó posesión, aquellos programas fueron olvidados o desmantelados, junto con la Secretaría de Seguridad Pública Federal que fue reducida a una Comisión Nacional de Seguridad, insertada en la amplísima esfera de facultades de la Secretaría de Gobernación que hasta la fecha titula Miguel Ángel Osorio Chong.
Considerando el incremento en la comisión de delitos, particularmente los ejecutados durante la guerra de cárteles en México, al cuarto año de gobierno de Enrique Peña Nieto (2013-2016) superó los 78 000, mientras que a los cuatro años del sexenio de Felipe Calderón Hinojosa (2007-2010) se contabilizaron poco más de 40 000.
Los cárteles de la droga a su vez se están reestructurando. Hoy los hijos, los sobrinos de los capos más notorios en el país en los últimos años, encabezan células criminales que intentan reestablecer la criminalidad para obtener un poderío mafioso. Organizaciones criminales que se creían —al menos las autoridades federales y algunas de la DEA así lo consideraban— erradicadas o desmanteladas resurgen ante la corrupción que provee impunidad.
En efecto, hijos y sobrinos de los hermanos Benjamín y Ramón Arellano Félix intentan desde Tijuana rearmar el cártel Arellano Félix. Lo hacen con la ayuda de los apadrinados por Nemesio Oceguera, el Mencho, mientras en Sinaloa los hijos de Joaquín Guzmán Loera, ahora preso en Estados Unidos, apodados Los Chapitos o Los Menores, pelean el territorio que ya no le adjudican a su padre luego de perder influencia tras ser extraditado. Y se enfrentan a los herederos de Dámaso López en cruentas balaceras. Incluso un hijo de Amado Carrillo Fuentes defiende para sí lo que fue el Cártel de Juárez, liderado por su padre hasta su muerte, en 1997.
Esta reorganización criminal tiene su origen en varios factores: la corrupción en las corporaciones policiacas mexicanas que dejan de perseguir criminales para protegerlos a cambio de dinero y otras cosas. La impunidad que compran al Estado mexicano los júniores del narco y el crimen organizado. La deficiente labor del Ministerio Público federal y los locales, para procesar de manera correcta a asesinos, traficantes y extorsionadores, entre otros criminales, que sirven de sustento humano y delincuencial en la estructura de los cárteles. El pobre número y el debilitamiento de las policías federales para realizar investigaciones que, con sustento y en el mediano y largo plazo, ponga a los criminales tras las rejas. Y, principalmente, la ausencia de una estrategia integral de combate al narcotráfico y el crimen organizado que incluya también a las fuerzas armadas.
Es decir, cuando Peña decidió acabar con el modelo de Calderón y regresar a los militares a los cuarteles, cerrar retenes, desmantelar las áreas de inteligencia militar de combate al narcotráfico, no lo sustituyó con otro modelo o estrategia. Regresó esa labor a donde había estado, la Procuraduría General de la República, la cual no había terminado su etapa de depuración y profesionalización, y la Secretaría de Seguridad Pública Federal, pero limitada a la Comisión Nacional de Seguridad.
El Ejército se quedó fuera de la estrategia. Se notó en las calles. No más retenes militares, no más convoyes de marinos encabezando operativos disuasivos. Cosa contraria, los relegaron a coadyuvantes y en ellos se les ha ido la vida a muchos. Ciertamente, de estar en el frente de batalla, muchos elementos del Ejército mexicano fueron corrompidos. Otros se envalentonaron y arremetieron contra la sociedad, unos más cometieron excesos y vulneraron los derechos humanos de aquellos a quienes debían proteger.
Hoy, en este contexto de una creciente inseguridad y violencia, de una reestructuración de los cárteles de la droga, y de un costoso aprendizaje del Nuevo Sistema de Justicia Penal, es apremiante establecer reglas para la participación de los militares en el combate al crimen organizado. Otorgarles facultades y enumerar sus obligaciones, tanto como exigir capacidad. Con limitaciones claras en el uso de la fuerza pública, códigos de derechos humanos y estrategias más encaminadas a la investigación, la inteligencia, la erradicación y la aprehensión de mafiosos, el Ejército podría contribuir a reestablecer un orden en calles y avenidas de México hoy tomadas por narcotraficantes y policías corruptos.
Ahora mismo en el Poder Legislativo se discute la Ley de Seguridad Interior que, precisamente, faculta a los soldados y marinos de México para realizar oficialmente la labor que en el sexenio pasado cumplieron por orden presidencial. No se trata de darles licencia para matar, para perseguir a inocentes o torturar, sino establecer las reglas legales en las que han de convivir con las autoridades civiles en el objetivo que los mueve a todos: combatir el narcotráfico.
Actualmente las fuerzas armadas participan en dar seguridad a otras autoridades, resguardar y asegurar escenas, y coadyuvar en lo que el resto de las autoridades civiles consideren. No tienen participación en la investigación, pues esa es labor exclusiva del ministerio público y las agencias investigadoras, mientras la labor preventiva recae en las policías municipales.
La propuesta en el Poder Legislativo es para facultar a las fuerzas armadas, militares, marinos, a desarrollar actividades de seguridad interior, de inteligencia y operativas, para contribuir a la detección, investigación y aprehensión de narcotraficantes y mafiosos; todo, claro, dentro del esquema civil que ya se tiene y funciona en teoría.
Por estos días los legisladores se hacen llegar de opiniones, han citado al secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos, como al secretario de Marina, almirante Vidal Francisco Soberón, solo para escuchar las necesidades de estos. Aseguran diputados en lo individual que pronto se aprobará la ley, que se afinan detalles al tiempo que se separó de las iniciativas para establecer el Mando Único, y para reglamentar las condiciones para determinar un Estado de excepción.
Mientras, los generales en las 12 regiones de México, y los generales que encabezan las 45 zonas militares en el país están a la espera de la luz verde para combatir el narcotráfico y el crimen organizado. Hoy, como en 2006, para el gobierno federal podría ser la última oportunidad. Y la última palabra la tienen en el Legislativo.