En febrero de 1801, el presidente John Adams encaró un dilema muy parecido al que enfrenta Barack Obama en este momento.
Estados Unidos logró grandes adelantos en ciertas áreas bajo los regímenes federalistas de Adams y su predecesor, George Washington.
La joven nación estableció la supremacía de las cortes federales sobre las cortes estatales, reformó el fallido sistema financiero, reconstruyó al Ejército nacional y, tal vez lo más impresionante, se mantuvo neutral en las guerras de la Revolución Francesa que, bajo el ascendiente del tiránico Napoleón Bonaparte, se diseminaron por toda Europa, el Caribe y América Latina.
No obstante, aun con todos esos logros, las elecciones de 1800 presenciaron la derrota de Adams y su partido por enormes márgenes que favorecieron al partido Demócrata-Republicano de Thomas Jefferson, quien prometió poner fin al control federal de las finanzas, fortalecer el derecho de los estados, y una política exterior pro-francesa que amenazaba con sumir a la todavía frágil república en una guerra mundial emergente.
En vista de la abrumadora catástrofe electoral, Adams se dio prisa en asegurar la supervivencia del legado federalista. En las dos semanas entre la elección de Jefferson (17 de febrero) y su inauguración (4 de marzo), el presidente aún en funciones dedicó sus días y sus noches a designar jueces, recaudadores de impuestos, diplomáticos y demás funcionarios públicos de su propio partido, quienes, una vez aprobados por el Congreso federalista saliente podrían actuar como bastión contra el populismo jeffersoniano.
Esas medidas, que han pasado a la historia como los “jueces de medianoche” de Adams, tuvieron un éxito mixto. Sin embargo, gracias a esos esfuerzos, la rama judicial federal y el servicio de aduanas siguieron observando las leyes federales antes que los derechos estatales durante las siguientes dos décadas de régimen demócrata-republicano, impidiendo que los jeffersonianos desmantelaran el sistema de recaudación fiscal federalista y de hecho, fortaleciendo al Ejército y forzando al régimen pro-francés a mantenerse neutra en el mundo, excepto por la espectacular aunque relativamente breve Guerra de 1812.
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Si bien Obama no cuenta con un Congreso amistoso como el que tuvo Adams en 1801, para llenar con partidarios la rama judicial federal y la burocracia, el presidente aún en funciones todavía tiene el poder para cimentar su legado en las semanas que quedan antes de la inauguración del presidente electo Trump, el 20 de enero de 2017.
A continuación, se describen cinco áreas en las que Obama puede y debe actuar para asegurar algunas de las victorias progresistas que ha tenido su administración, y para frustrar los esfuerzos de la administración entrante de Donald Trump en su persecución de una agenda xenófoba, militarista y autoritaria.
1. Escalar las transferencias de detenidos y las liberaciones en Bahía de Guantánamo
Aunque fue una de sus primeras promesas de campaña, el presidente todavía no ha cerrado el centro de detención de Bahía de Guantánamo, Cuba. Mucho se debe a la continua guerra contra el terror y a la negativa del Congreso para permitirle cerrar la prisión.
No obstante, en los últimos años, la administración y abogados defensores independientes han conseguido liberar y transferir prisioneros, y al momento de escribir este artículo, solo 60 de ellos permanecen en Cuba. El presidente debería escalar estos esfuerzos, utilizar abogados del Departamento de Justicia para ayudar a los abogados defensores y a quienes ya están trabajando para liberar y transferir detenidos, de manera que cuando Trump asuma el cargo, queden los menos posibles, dejando la instalación casi vacía.
Si hace esto, privará a la futura administración Trump de un símbolo importante para su expansión propuesta de la Guerra contra el Terror, y asestará un tremendo golpe a la intención del presidente electo de retomar las políticas ilegales de tortura adoptadas durante la segunda administración Bush.
2. Desmilitarizar las policías estatal y municipal
Obama ya ha ordenado que el Departamento de Defensa limite sus ventas de excedentes de equipo militar a las fuerzas de policía estatales y locales. Sin embargo, el presidente podría ir más lejos cancelando por completo ese programa; incluso podría llegar al extremo de ordenar la aplicación de los reglamentos de entrenamiento y mantenimiento, con objeto de retirar las armas ya transferidas de manos de policías que abusen de ellas.
Aunque, a la larga, la administración Trump podría revertir esta medida, al menos serviría para mantener vivo el debate desatado en los últimos ocho años en torno de los excesos del poder policiaco; y a corto plazo, privaría a la administración Trump de una herramienta poderosa de temor y represión contra los inmigrantes y las minorías.
David Red Bear y su hijo Kazlin Red Bear, de 4 años, de la tribu de Sioux Rock. Foto: Stephanie Keith/ Reuters
3. Poner fin a la crisis de Standing Rock
Aunque el presidente y su Cuerpo de Ingenieros del Ejército han empezado a considerar la posibilidad de desviar el Oleoducto Dakota Access (DAPL, por sus siglas en inglés) para evitar la contaminación potencial de los recursos hídricos de los Nativos Americanos, persisten los enfrentamientos violentos entre la policía y una enorme coalición de manifestantes Nativos Americanos, o protectores del agua, en la Reservación Sioux Standing Rock, al sur de Bismarck, Dakota del Norte.
Por ley y precedente, el presidente tiene la autoridad, y la responsabilidad constitucional, de intervenir en disputas entre estados, entidades privadas y tribus soberanas. Obama debe usar ese poder para nacionalizar a la Guardia Nacional de Dakota del Norte, para proteger a los manifestantes de la agresión de los perros de ataque, del gas lacrimógeno, y de las balas de goma que disparan un estado fuera de control y las fuerzas de seguridad privadas.
Además, debe instar a los reguladores a negar el permiso a las compañías petroleras que pretenden construir DAPL en tierras del Cuerpo de Ingenieros del Ejército; y a que hagan cumplir la interpretación sioux del tratado de 1851, el cual otorgó a la tribu gran parte de las tierras en disputa.
Con la inminencia de una administración de Trump, favorable al petróleo y hostil tanto a los Nativos Americanos como a los problemas ambientales, semejante medida obstaculizaría cualquier agenda pro-petróleo, al tiempo que establecería un precedente firme para la protección federal de tierras nativas.
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4. Iniciar el proceso para poner fin a la prohibición de la marihuana
A la fecha, 20 por ciento de los estadounidenses vive en estados donde el uso recreativo de la marihuana es legal, y más de la mitad de los estados de la Unión autoriza que los médicos receten marihuana para tratar enfermedades y padecimientos crónicos. A pesar de ello, la marihuana sigue siendo ilegal en el nivel federal.
A la luz de las victorias electorales y de numerosos estudios que demuestran la eficacia de la marihuana, Obama debe instar a la Procuradora General, Loretta Lynch, para que inicie el proceso de retirar a la marihuana de la “Lista 1” de sustancias especialmente peligrosas, una autoridad conferida a Lynch bajo la Ley de Sustancias Controladas de 1970.
Aunque tal medida requeriría de prolongadas audiencias regulatorias, revisiones de archivos, y un proceso burocrático que, probablemente, no habrá finalizado cuando que Trump asuma el cargo, ponerlo en marcha desalentaría al Departamento de Justicia de Trump, que presume de que será ferozmente anti-marihuana bajo la mayoría sus principales candidatos a la Procuraduría General, y de que perseguirá a las personas por usar una sustancia legal en casi todos los estados; a menos que una acción del Congreso acabe con la prohibición de una vez por todas.
5. Perdonar a delincuentes de bajo nivel por delitos de drogas y a los delincuentes no violentos
La proclamación más poderosa que podría hacer Obama sería extender un perdón masivo para delincuentes de bajo nivel por delitos de drogas y para delincuentes no violentos que se encuentran en las prisiones federales. En septiembre de 2016, más de 83,000 personas –en su mayoría negros y latinos- purgaban condenas en instituciones penitenciarias federales por delitos de drogas, infracciones que, en su mayoría, no son crímenes violentos y conllevan sentencias mínimas obligatorias aprobadas en la década de 1990 y principios de los años 2000. Estos delincuentes constituyen 46 por ciento de la población carcelaria federal.
Si Obama utilizara su poder ejecutivo para perdonar, aunque fuera, a una cuarta parte de esos reclusos, haría una poderosa declaración contra un gobierno Trump, que ha prometido escalar la aplicación agresiva de las leyes contra drogas y de inmigración, y cuyas conexiones comerciales ya han comenzado a fortalecer el complejo prisión-industrial.
Aunque estas medias no son tan impresionantes como los “jueces de medianoche” de Adams, las acciones del presidente Obama en estas y otras áreas ayudarían a preservar parte de su legado progresista ante el inminente control conservador de las tres ramas del gobierno.
Y no solo eso. Daría esperanza a la mayoría de los estadounidenses que votó porque esas políticas progresistas continuaran y crecieran. Aunque a Obama solo le queden unas pocas semanas más en el cargo, comparadas con las once de Adams, no debe perder de vista que el reloj sigue su marcha.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek