EN 2005, funcionarios de la ciudad de Nueva York descubrieron escarabajos asiáticos de cuernos largos en los olmos del Central Park. Para combatir estas nocivas plagas, que pueden acabar con bosques enteros, el personal del parque roció unos insecticidas conocidos como neonicotinoides en decenas de miles de árboles infestados con ese escarabajo y otra plaga invasora, denominada barrenador esmeralda del fresno.
El tratamiento funcionó, pero la fumigación tuvo un efecto imprevisto: desató una explosión de ácaros. Esos diminutos arácnidos —que tejen minúsculas redes y se alimentan perforando agujeros en las plantas— enfermaron a los árboles, muchos de los cuales comenzaron a perder sus hojas.
Este dilema fue el inicio de una larga búsqueda científica para la entomóloga agrícola Ada Szczepaniec, de la Universidad de Texas A&M, quien se preguntaba: ¿por qué los plaguicidas neonicotinoides, como clotianidina e imidacloprid —capaces de matar una gran variedad de insectos—, provocan una proliferación de ácaros?
Szczepaniec comenzó a buscar la respuesta, en parte porque los pesticidas neonicotinoides, introducidos en gran escala en la década de 1990, se han vuelto casi ubicuos. Explica que, aunque se consideran más seguros que los insecticidas usados con anterioridad, las inquietudes sobre sus efectos colaterales se han subestimado, sobre todo en Estados Unidos, pues diversas investigaciones han demostrado que esos químicos son relativamente tóxicos para las abejas. Por esa razón, la Unión Europea ha prohibido varios de ellos.
Su trabajo inicial resultó en un estudio publicado en PLOS One, en 2011, donde demostró que los olmos tratados con neonicotinoides (o neónicos) albergan poblaciones más pequeñas de animales que atacan a los ácaros. Su descubrimiento más importante: los ácaros que se alimentaban con hojas de olmo tratadas tenían 40 por ciento más descendencia que los ácaros que se alimentaban con hojas no tratadas. Esto apuntó a que el insecticida hacía algo inusitado en los árboles, volviéndolos más apetecibles para los ácaros.
Luego, Szczepaniec volvió su atención a la agricultura, donde obtuvo resultados similares con maíz, algodón y tomate. Las plantas tratadas, de todos estos cultivos, fomentaron poblaciones más numerosas de ácaros.
Su trabajo más reciente, presentado a fines de septiembre en el Congreso Internacional de Entomología, celebrado en Orlando, Florida, demostró que el uso del neónico imidacloprid en el maíz alteraba la actividad de más de 600 genes implicados en la producción de paredes celulares y en la defensa contra las plagas. Al parecer, la sustancia redujo la actividad de la mayoría de estos genes. Szczepaniec sospecha que la menor actividad hace que las hojas sean más penetrables y que disminuyan los niveles de hormonas que repelen a las plagas. No se sabe a ciencia cierta, pero eso explicaría por qué los ácaros prosperan en presencia de estos plaguicidas.
Otros investigadores han hecho hallazgos similares y han demostrado que el uso de neónicos puede conducir a brotes de ácaros en manzanos, olmos y abetos; plantas ornamentales como rosales; y cultivos agrícolas básicos como soya. Y un estudio de investigadores de la Universidad Estatal de Washington, publicado en Journal of Economic Entomology, estableció que los ácaros desovaban más al verse expuestos a plantas de frijol tratadas con imidacloprid.
Mientras tanto, en los últimos años, Szczepaniec y John Tooker, de la Universidad Estatal de Pensilvania, han observado un número creciente de brotes de ácaros en cultivos de maíz y soya de todo Estados Unidos, aunque no han cuantificado el fenómeno. “Los hallazgos generales son interesantes porque destacan una consecuencia negativa no intencionada de los insecticidas, y porque los ácaros son una plaga importante, con una gama de huéspedes muy amplia”, informa Gregg Howe, investigador botánico de la Universidad del Estado de Michigan, quien no estuvo implicado en la investigación.
Sin embargo, dos estudios que encabezó Ralf Nauen, de la división CropScience de Bayer, fabricante de neonicotinoides (incluido el imidacloprid), llegó a una conclusión distinta. Los dos artículos, publicados en Journal of Economic Entomology y Pest Management Science, determinaron que el imidacloprid redujo la fecundidad de algunas cepas de ácaros. A todas luces, se requieren de investigaciones ulteriores para esclarecer los resultados contradictorios.
Es posible controlar los ácaros con algunos plaguicidas y acaricidas, pero pueden ser costosos y difíciles de aplicar. Y, por otra parte, la resistencia a esos productos parece estar aumentando.
Tooker dice que, además de los ácaros, la aplicación de neonicotinoides puede tener otros efectos colaterales no deseados. Su trabajo ha demostrado que el uso de esos productos químicos también ha resultado en brotes de babosas roedoras de cultivos debido al envenenamiento accidental del depredador principal de estos bichos: el escarabajo de tierra.
Estos incidentes sugieren que los neonicotinoides deben usarse de manera menos extensiva, señalan Tooker y Szczepaniec. Lo más alarmante para los científicos es el uso de estos insecticidas para recubrir las semillas, el cual presuntamente previene infestaciones, cosa muy improbable que suceda. Y, además, es una práctica desenfrenada: se añaden neónicos a casi 95 por ciento de las semillas de maíz y a casi la mitad de las semillas de soya.
La mayor parte de ese recubrimiento se escurre con el agua y termina en los ríos locales. El trabajo de Christian Krupke, de la Universidad Purdue, ha demostrado que más de 90 por ciento de esos recubrimientos insecticidas no es absorbido por las plantas.
En un memorando de 2014, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos concluyó que, “en la mayoría de los casos, estos tratamientos de semillas proporcionan poco o ningún beneficio general a la producción de soya”. Tooker dice que lo mismo sucede con el maíz.
Jeff Donald, portavoz de Bayer CropScience, no está de acuerdo. “Los tratamientos modernos de neonicotinoides para las semillas ofrecen varios beneficios importantes, incluido un mayor rendimiento para los agricultores, menor cantidad de insecticida en el medioambiente y una exposición potencial mínima para organismos no blancos, si se usan según las instrucciones especificadas en la etiqueta”.
Tanto Szczepaniec como Tooker instan a los agricultores a adoptar la gestión integrada de plagas, un conjunto de políticas que establecen cuándo deben usarse insecticidas en respuesta a los niveles de plagas observados en el campo, en vez de aplicarlos de manera preventiva en la mayor parte de las semillas de maíz. Tooker dice que, muy a menudo, estos productos químicos se usan “para prevenir un problema que es muy improbable que ocurra”. Y con impactos imprevistos, como los brotes de ácaros, “es una práctica muy difícil de justificar”, concluye.