El pueblo y la bestia

Guadalajara, jal.— Una sábana, pide, tragándose la histeria.

“¡Una sábana que todavía está vivo!”, reclama Patricia Ventura.

Cuando recibe la ropa de cama, cubre al migrante que quiso apoyarse en un montón de arena y fue atraído por la velocidad del tren. Medio cuerpo ya se destrozó bajo la máquina. Tiene el reflejo de incorporarse y ver lo que queda de él, pero Patricia se lo impide con la funda. Que no se vea, que no se impresione, que no tome conciencia de que la Bestia lo cercenó.

Que morirá bien lejos del norte, cubierto con una última caridad de Pueblo Quieto.

EL PUEBLO

En el occidente de México, en la ciudad de Guadalajara, Jalisco, las vías ferroviarias coexisten con un asentamiento irregular: Pueblo Quieto, nombrado en juego a sus carencias y en ironía a la inseguridad que le cargan.

Está atado a la migración. Sin que fuera propósito, quedó establecido como uno de los puntos de la ruta Pacífico-Occidente del ferrocarril mexicano la Bestia, el tren de carga que a fuerza de miseria también se ha hecho de pasajeros: de los migrantes que viajan en situación “ilegal” hacia Estados Unidos.

Excluidos unos del desarrollo urbano, expulsados los otros de sus lugares de origen, en Pueblo Quieto terminan siendo lo mismo. Los primeros socorriendo a los segundos, porque se reconocen con un tanto más de fortuna.

Ahí, a unos pasos de los rieles, vive Patricia Ventura. Su casa es la de un tejabán blanco en el frente.

“Mi esposo construyó aquí para que descansaran”, cuenta sobre el cobertizo que les evita el sol y “la calor” a los migrantes. Que les da ánimos para que se recuperen tantito.

Adentro hay unas sillas y un escritorio de madera. Convenientemente, por si el camino ha despertado espiritualidades, una imagen de la Virgen de Guadalupe también cuelga de un muro.

En el tejabán también se guardan las golosinas y fruta que vende la mujer, y el cartón que recoge su esposo.

Está tapiado desde hace medio año, porque por mucha caridad que ahí se haga, tampoco es que quieran solidarizarse con “un susto de los que les hacen maldades” a los migrantes.

Patricia les deja la llave del cobertizo a los viajeros. Y si escuchan que se acerca la Bestia, nomás que se la guarden por ahí, en un lugarcito, les pide. La verdad es que quiere evitarse otra historia como la del hombre que mal eligió apoyarse en la arena para alcanzar el ferrocarril.

“Ahora que estoy más grande, veo que se van a subir (al ferrocarril) y yo me meto a mi casa, ya no me gusta ver, porque también de una impresión me puedo morir. Veo que va a pasar el tren y pido: ‘Ay, Diosito, cuídalo’, y me volteo”, confiesa.

El propio sanitario de la casa de Patricia y las cobijas de la familia son compartidos con “los trampas”, aunque recientemente el préstamo ha venido a menos. Desde hace unos meses también envía a mexicanos y centroamericanos a unas calles de distancia, donde la asociación Dignidad y Justicia en el Camino A. C. -FM4 Paso Libre abrió un Centro de Atención al Migrante. Pero cuando por los horarios o por premura los viajantes no acuden, en Pueblo Quieto la mujer los alivia. Comienza por calmarles las tripas.

“Les doy una sopita de pasta, frijolitos. Vienen bien hambreados, yo veo que se echan un taco de huevo con tres, cuatro tortillas. Ni dos kilos los llenan. Es que vienen comiendo puro pan por el camino”, cuenta. “A veces, dicen que van pasando por lugares que tienen agua en tambos especialmente para los animales, y cuando piden un vasito, de esa agua les quieren dar. Por eso les da pena (pedir), creen que toda la gente somos igual”. A finales de agosto de 2015, Patricia albergó a una pareja de Honduras. Ella tenía tres meses de embarazo y quiso subir a la Bestia, pero no alcanzó a equilibrarse. Quedó sujeta del estribo y fue arrastrada unos 20 metros, calcula Patricia.

Desde el lomo del ferrocarril, se lanzó el esposo de la migrante. Aterrizó mal y torció su pie, pero alcanzó a salvarla de ser atraída hacia los rieles. Al verlos heridos, Patricia decidió alojarlos y curarlos.

“Vino una señora (curandera), le apretó la cabeza y le estuvo poniendo pomadas en sus raspones. Son personas que saben. Con el mismo susto, también le entró temperatura (fiebre) y vómito, creíamos que le había pasado algo a ella o a su bebé”, narra.

“La llevé a la Cruz Verde (servicio médico de Guadalajara), pero me dijeron que estaban bien los dos. No les dije que era emigrante porque luego hablan a (Instituto Nacional de) Migración”.

Pero los médicos sospecharon. La versión de las heridas no correspondía a una caída. A lo mejor “algo” la había arrastrado, le recriminaban a Patricia. Algo como un carro… o el tren. “A mí me dijo que se cayó y no sé más”, se aferró Patricia y no esperó más detectivismos médicos para regresar a protegerla al tejabán blanco.

La pareja esperó alrededor de dos semanas en Pueblo Quieto. Aguardaron el envío de dinero para seguir su ruta, pero ahora por autobús. Cruzaron la frontera y Patricia lo supo cuando la sorprendieron con una llamada telefónica.

Quiere acordarse de sus nombres, pero falla. “Es que tienen unos nombres re’curiosos”, se defiende.

“Es que no es uno ni dos emigrantes, yo creo que son cientos los que he recibido, tengo muchísimos años viviendo aquí, como unos 35. Incluso ya me nombran por mi nombre porque hay personas que dan dos, tres vueltas. Lo echan pa’ fuera y vuelven a regresar (a Estados Unidos)”, dice, testificando que en la ruta Pacífico los flujos de tránsito no son unidireccionales.

También las procedencias son heterogéneas. La Secretaría de Gobernación (Segob) registró en 2015 la presencia de 198 141 migrantes en situación irregular; nueve de cada diez originarios de Centroamérica: 46 por ciento de Guatemala, 32 por ciento de Honduras y 19 por ciento de El Salvador. Incluso FM4 Paso Libre ha detectado que la Bestia también es medio de transporte para jornaleros agrícolas mexicanos.

A Patricia poco le interesa hurgar en antecedentes y destinos.

“Vengan por la causa que vengan, nosotros no somos nadie para juzgar. Si ellos vienen huyendo de la policía o por necesidad, solamente ellos saben por qué. No tenemos por qué decir ‘ese es malo, no le voy a dar’. ¿Cómo sabe uno? No, todos parejos, nosotros todos somos iguales”, considera la mujer.

“Y se van bien agradecidos. Me dicen: ‘Cuándo nos acomodemos (en Estados Unidos) la vamos a ayudar’. ‘Ya con que les vaya bien’, les digo. Que le pidan a Dios por uno. Y sí, yo le digo a mi esposo que será por todas las caridades, pero siempre tenemos que comer”.

Unas cuantas viviendas más hacia el poniente, cuelga una nomenclatura: “Avenida Inglaterra”. De ahí es Concepción Reyes, que inició Pueblo Quieto junto con su marido, Pantaleón. Llegaron de la ciudad de La Barca, Jalisco, y les adjudicaron alguna autoridad para construir a metros de la red ferroviaria. Por pura lástima dejaron que otros también hicieran sus casitas ahí. De tanta piedad se levantaron entre 40 y 50 lotes.

Al paso de la Bestia, las casitas menos elaboradas tiemblan. Trepida el asbesto, el adobe, las láminas y las bifurcaciones de las bifurcaciones de las conexiones eléctricas. La madeja es más evidente afuera de La Inmaculada, la capilla de Pueblo Quieto construida por una influencia jesuita; los vecinos cuentan que solo la abren la mañana de los sábados. Más allá, está la “calle chueca”, un andador irregular que se adentra hasta el fondo del asentamiento, distribuyendo las viviendas.

Pueblo Quieto quedó asentado en el cuadrante que forman las calles Lluvia, La Noche, Tormenta y Avenida Inglaterra. Esta última vía tiene un trazo caprichoso que a esa altura la coloca dentro de propiedad federal.

Las viviendas levantadas en el área de terreno particular con los años han reclamado derechos por usucapión; pero en las casas de Inglaterra, las más próximas al paso de la Bestia, nada prescribe. Nunca serán de quienes las habitan.

El domicilio de Concepción apenas tiene altura. Láminas y maderas sostienen la vivienda con algunos enseres: una televisión análoga y un comedor sobre el que prepara la comida que alcanza a compartir con los migrantes.

“Llegan los fueranos: ‘Doña, doña, ¿no tiene un taquito que me dé?’, y les saco tortillitas o les compro en la tienda”, platica.

Ella ya no se mueve de Pueblo Quieto. Ahí quiere acabarse sus años. Mientras afirma, la mira Crispín, el perro negro que la acompaña y en la noche desconoce. Su temperamento le viene bien a la doña, la ayuda a sosegarla.

“Vivo muy tranquila. No me meto con nadie, nadie se mete conmigo (…) Vendo refresquitos aquí, tampoco tengo venta exagerada, no tengo fruta ni cigarros porque no tengo para surtir”, cuenta y repara en que dejó afuera su silla de madera, la “buena”. Mejor la mete, no vaya a ser.

“Pero no, a mí no me ha perjudicado nadie aquí”.

En Pueblo Quieto, las vías también hacen las veces de espacio comunitario; ahí juegan los niños y a los costados, las familias montan tendederos de ropa para secar. Foto: Daniela Viera.

ENTRE MUJERES

En Pueblo Quieto, las vías también hacen las veces de espacio comunitario; ahí juegan los niños y a los costados, las familias montan tendederos de ropa para secar.

Mientras cuelga un cobertor, la señora Mago de la Cruz cuenta sobre Nubia. Alojarla en su casa fue idea de su hija, Alma Cristina.

Nubia era menudita y joven, como de 14 años. Venía de Honduras junto con su tío, pero en algún momento del viaje se separaron. A Pueblo Quieto llegó con otro grupo de migrantes y cuando anochecía decidieron cuidarla en su hogar.

“Porque una como mujer sabe”, dice, entendiendo una doble condición vulnerable.

De acuerdo con el documento de Amnistía Internacional “Víctimas invisibles, migrantes en movimiento en México”, organizaciones civiles y colectivos de ayuda humanitaria estiman que 60 por ciento de las mujeres migrantes son atacadas sexualmente. Sin embargo, no es común que exista seguimiento legal, por la propia condición irregular de las víctimas.

“Mi hija me dijo: ‘Podría ser yo o cualquier otra persona’”, repasa.

“Nubia nos ayudaba en el aseo, en lo que ella podía. Todas nos íbamos a trabajar y ella se quedaba aquí en la casa (se ganó) la confianza, pues. Era muy noble, aparte por su corta edad y en el peligro en el que andaba, se andaba arriesgando. Quería ayudar a su familia, tenía hermanitos más chicos allá (en Honduras) y otros que ya vivían en Estados Unidos, bien acomodados”.

Vivió con la familia Medina de la Cruz casi dos semanas, cuando lograron que un conductor del ferrocarril se detuviera para que la niña trepara sin riesgo.

“Supimos que llegó (a Estados Unidos) porque le habló a mi hija y le dio las gracias. Ya no volvimos a saber de ella”, dice y se disculpa por interrumpir su relato: hay tanto por hacer. Se aleja con la confianza de quien deja sus prendas en el patio trasero de su casa.

Pueblo Quieto ha sido testigo del aumento en el tránsito de migrantes. El Instituto de Investigaciones de la Comisión Estatal de Derechos Humanos Jalisco (CEDHJ) ha establecido el crecimiento de 400 por ciento en la afluencia migratoria de la ruta Pacífico-Occidente o “ruta del Diablo” —en referencia al “infierno” de las altas temperaturas en las zonas desérticas por las que se cruza—, desde el año 2008. La explicación es que se encuentra más despejada de grupos de delincuencia organizada.

Luis González, de FM4 Paso Libre, también expone que el aumento del tránsito para evitar el paso por el centro y Golfo de México se reconoció a partir del año 2010, después de la matanza de 72 personas migrantes en San Fernando, Tamaulipas.

“No es que haya habido antes, los migrantes (…) ya estaban siendo tratados, secuestrados, desmembrados antes. Pero en ese año se destapó la crisis a escala internacional”, explica.

Las viviendas levantadas en el área de terreno particular con los años han reclamado derechos por usucapión; pero en las casas, las más próximas al paso de la Bestia, nada prescribe. Foto: Daniela Viera.

OLVIDAR POR RATITOS

“Honduras y México futbolísticamente no coincidimos, ¿será que al ir yo allá me van a ver mal porque soy de acá (Centroamérica)?”, temía J antes de entrar obligado en otro país, siguiendo la ruta del ferrocarril mexicano.

Qué suerte. No se topó con nadie que pusiera la ayuda por encima de las aficiones de cancha. Desde su salida y frente a un robo y un asalto, a J le han proveído de ropa, chancletas, comida y dinero.

“Me preguntan: ‘¿Cómo te sentís en tu estado anímico y moral?’. La moral me la levanta bastante aquí la gente, porque lo tratan muy bien a uno. ¡Me entiendo más (con los mexicanos) que con los mismos míos! El problema que vengo cargando por ratitos se me olvida, aunque no dejo de pensar, siempre yo pienso en mi familia”, comparte el hombre, en su escala.

Quisiera haber viajado rápido, sin tener que pedir a los demás, pero no ha podido quedarse en la Bestia, más de dos días. Tiene que bajar a reanimarse, ponerse “vivo” otra vez. La Bestiase mueve y hay que estar atento para no caer del lomo: J va asegurado apenas por la fuerza de sus dedos, aferrados a las rejillas que el tren tiene en el techo.

J viene de San Pedro Sula, departamento de Cortés, en Honduras. Quiere llegar hasta Houston, Texas. Planeó todo el viaje rápido, como en una semana. Los Mara Salvatrucha, las pandillas, no le dieron mucho tiempo.

Él trabajaba como albañil y le subieron el cobro de los “impuestos de guerra” —extorsión de las pandillas—, tanto que un momento se le iba todo en cubrir el “tributo”.

“Cuando a usted le van a cobrar algo, no van ellos, yo no sé cómo convencen a unos chiquitillos para hacer esos tipos de trabajo… ‘Tanto a la semana, tanto al mes’. A mí eran todos los (días) 15 del mes y me sacaban lo que yo ganaba”, recuerda.

J reclamó. Pero a las maras no se les debe reclamar.

“A veces a uno no le pueden ver algo bonito, algo bueno, algo de valor porque uno tiene que estar pagando su renta, y si uno no paga eso…”, dice, y se interrumpe. J comienza a cuidar sus palabras, porque de la protesta surgió una situación legal que trae a cuestas. Dice que le han recomendado no hablar de más, teme que tal vez ya lo haya hecho.

En Guadalajara, la red ferroviaria está naturalmente trazada en las cercanías de áreas industriales, donde quienes migran son fácilmente blanco de ilícitos. Foto: Daniela Viera.

“HABLAMOS POR ELLOS”

En Pueblo Quieto aún resuena el nombre de Juana Medina Pérez. Murió a finales del año 2013 y en vida no se cansaba de aliviar a los viajantes de la Bestia, dice su hijo, Eduardo Rojas. Hasta llegaban con encomiendas a su casa.

“Incluso, cuando les mandaban dinero a los muchachos, ella lo sacaba y se los traía. Mucha gente decía que también hacían el favor, pero los robaban, por eso ya venían directamente con mi mamá”, explica.

Después del fallecimiento, la asistencia de Juana Medina trascendió a sus hijos y esposo. Un taco, un café, una cobija. Lo poco es mucho para aligerar a los que arriesgan hacia el norte.

“Llegan ‘los trampitas’ pidiendo un vaso de agua, piden permiso para bañarse y aquí duran días. Aquí se acomiden a todo si uno les ofrece un taquito, ayudan que a barrer, que a lavar los trastes en la casa, hasta que agarran el tren otra vez. Son buenas personas”, detalla Eduardo.

Ahí no queda. También Pueblo Quieto sabe levantar la voz para que no los agravien más. Además de zonas habitacionales, en Guadalajara la red ferroviaria también está naturalmente trazada en las cercanías de áreas industriales, donde quienes migran son fácilmente blanco de ilícitos. O violaciones por parte de corporaciones públicas.

“Aquí ya mucha gente hablamos por ellos, los defendemos. Nomás está uno al pendiente de que no los vayan a golpear o a robar, por allá abajo (hacia el sur), o también los mismos policías los asaltan”, confirma el hijo de Juana Medina.

Los delitos de robo, extorsión y lesiones son los que con mayor incidencia se registran contra los migrantes; el 52.27 por ciento son cometidos por el crimen organizado; 25.56, por particulares, y 20.16 por ciento, por autoridades como policías, agentes del Instituto Nacional de Migración e integrantes del Ejército y Marina, según el documento Migrantes invisibles, violencia tangible,de la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes (Redodem).

Eduardo y su hermana Martha recuerdan en especial a Walter, el niño de Guatemala.

Lo conocieron ¿en los años 80?, ¿en los 90? No tienen consenso familiar en la fecha, pero sí coinciden en que “se echó sus buenos añitos” compartiendo el techo.

Walter viajaba con un pariente, pero este se cayó del lomo del tren y murió despedazado. “Adoptaron” al pequeño, hasta que sus padres pudieron recogerlo. Supieron que logró llegar a Estados Unidos y acomodarse allá. Se quedaron con esa información de la última llamada telefónica que Juana Medina logró enlazar con Walter, antes de fallecer.

Eduardo no reflexiona mucho por qué siguen ayudando, ¿qué gana él? No, la vida no siempre es para ganar.

“A lo mejor algún día nosotros vamos a andar igual, en algún lugar”, piensa, sentado en el riel que ha tomado por silla. En un rato tiene que moverse. Por ahí pasará la Bestia.