Negociadores
del gobierno colombiano y la fuerza guerrillera más grande del país pasaron
casi cuatro años trabajando fatigosamente para hallar un punto medio en el
abismo ideológico que los separa, sólo para que el clímax se diera en una
juerga cubana llena de cafeína por seis días.
Las
fotos muestran a altos funcionarios y comandantes insurgentes departiendo
atentos, acomodados en sillas y apiñados alrededor de pantallas táctiles
mientras componían las palabras finales para terminar su contienda de 52 años.
“Hoy
le entregamos al pueblo colombiano el poder transformador que hemos construido
en más de medio siglo de rebelión”, expresó Iván Márquez, el principal
negociador de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), al unirse
al anuncio el 24 de agosto de un acuerdo de paz final para terminar con la
revuelta guerrillera. La noticia histórica se transmitió en todas las
estaciones televisivas y radiofónicas del país.
La
travesía hecha por Márquez y sus camaradas —desde los ataques mordaces al
capitalismo global que marcaron el comienzo de las negociaciones en 2012 hasta
los destellos conciliadores hacia un futuro democrático— es increíble.
No
ha sido un camino sencillo. Las FARC mostraron su concesión más grande a las
duras realidades legales el año pasado cuando aceptaron que sus miembros fueran
enjuiciados por crímenes de guerra, y si no se los encarcelaba, por lo menos
“se les privara de la libertad”. Pasaron casi dos años en discusiones
contenciosas para finalmente llegar a ese avance.
El
anuncio del acuerdo de paz ha provocado euforia y altas expectativas en muchas
personas. Pero ni la sociedad colombiana en general ni las bases de la
guerrilla —alrededor de 15,000 en total, incluidos combatientes armados y
milicias urbanas— han avanzado tan lejos en la moderación como les gustaría a
sus líderes elegidos o nombrados.
Detrás
de las puertas cerradas de La Habana, el acuerdo germinó lentamente bajo la
guía de diplomáticos cubanos y noruegos, y del pragmatismo de negociadores
altamente educados en ambos bandos: el comisionado de paz del gobierno, Sergio
Jaramillo, quien estudió filosofía y filología en las universidades de Oxford y
Cambridge, y Márquez, quien se especializó en leyes en la ex Unión Soviética.
Sin
embargo, de vuelta en Colombia, el público sigue estando mal educado sobre los
contenidos del acuerdo de paz, y a menudo está mal informado de sus muchos
detalles fastidiosos. (El acuerdo final tiene 297 páginas.)
La
mayoría de la población urbana conserva recuerdos vívidos de los secuestros, el
cultivo de coca y los ataques con bombas de las FARC, y de las burlas que hizo
de procesos de paz previos, cuando se le concedió la libertad de deambular por
42,000 kilómetros cuadrados de tierras, pero mostró nulo interés en llegar a
algún compromiso.
El
principal ídolo político de Colombia sigue siendo Álvaro Uribe, el presidente
que entabló una guerra frontal y apoyada por EE UU contra las FARC, y quien
ahora encabeza la carga contra el acuerdo de paz.
Está
programado un plebiscito sobre el acuerdo de paz para el 2 de octubre, y Uribe
trata de convertirlo en un referendo de la actuación del gobierno en general.
El Presidente Juan Manuel Santos ha visto languidecer sus índices en áreas como
el crimen y la política económica. Mientras tanto, Uribe explota el malestar
público al disparar ráfagas de verdades a medias e insinuaciones anticomunistas
desde su hiperactiva cuenta de Twitter. Algunas encuestas de opinión pública
muestran que el acuerdo podría ser derrotado en las urnas.
El
ex presidente insiste en que la paz debería ser posible en términos que se
asemejen a un rendimiento de las FARC. Uribe ha criticado el acuerdo en
términos mordaces como el que está basado en el “chavismo” —el programa de
izquierda del difunto presidente venezolano Hugo Chávez— que “permite a los
narcoterroristas ser elegidos” y les da a las guerrillas “impunidad total”.
Pero
quienes conocen a las FARC entienden que el rechazo público al acuerdo
posiblemente sólo recibiría un encogimiento de hombros, y tal vez retomar la
vida en sus complejos selváticos. El historiador británico Malcolm Deas ha
captado la ironía perfectamente: “Uribe ofrece la paz que los colombianos
quieren y no pueden tener. Santos ofrece la paz que no quieren pero podrían
tener”.
Si
el acuerdo resulta victorioso en el plebiscito, surge una serie de amenazas más
bien diferente. El acuerdo con las FARC determina que los combatientes deben
reunirse en 28 acantonamientos por seis meses, donde ellos entregarán sus armas
y aprenderán el arte de vivir como civiles.
No
les gustará a todos los combatientes. Una facción de un frente guerrillero en
las profundidades de la Amazonia colombiana ya ha roto filas, al parecer a
causa de los intereses en el comercio transfronterizo de cocaína.
Otros
podrían seguirles, o unirse a los varios grupos criminales, o posiblemente
pasarse al Ejército de Liberación Nacional (ELN), la otra fuerza guerrillera de
Colombia, el cual se mantiene listo para combatir y es más fuerte a lo largo de
la frontera con Venezuela.
Algunos
combatientes podrían decidir que los reclamos políticos que los llevaron a la
guerra —como las desigualdades crasas en tierras e ingresos en Colombia, o sus
tradiciones de violencia feudal y paramilitar— se mantienen sin variaciones.
Casi la mitad de la población rural vive en pobreza, mientras que 40 por ciento
de la tierra está en granjas de más de 500 hectáreas.
Para
lidiar con estas divisiones, una misión de la ONU estará disponible en el corto
plazo para supervisar el proceso de desarme. Pero la prevención de los
asesinatos concretos de ex guerrilleros y la promesa de un futuro decente al
imperio de la ley para los ex combatientes dependerán del compromiso sostenido
de todas las autoridades colombianas.
El
estado colombiano ahora tiene una gran oportunidad de demostrarles a
comunidades rurales periféricas y a ex combatientes que no es sólo un proveedor
de violencia y negligencia.
Con
el plebiscito, el desarme y la iniciación de un nuevo desarrollo rural, los
próximos seis meses son cruciales para que el histórico acuerdo de paz en
verdad le dé forma al futuro. Los eventos en el terreno en Colombia
determinarán si el cónclave de La Habana fue sólo un final de fotografía o el
inicio de reformas a largo plazo.
Ivan Briscoe es el director de
programas para Latinoamérica del International Crisis Group, una organización
independiente que trabaja para evitar conflictos alrededor del mundo. Él está
domiciliado en Bogotá, Colombia.