El sitio de Ponary

EL DIARIO de Kazimierz Sakowicz empieza con su descripción de un plácido día de verano en el bosque de Ponary, afuera de la capital lituana de Vilna: “11 de julio: Un clima muy bueno, cálido, nubes blancas, ventoso, algunos disparos en el bosque. Probablemente ejercicios”.

Los disparos no eran ejercicios, como Sakowicz lo descubriría muy rápidamente. El año era 1941, y el Báltico había sido infestado por la maquinaria de guerra nazi ese junio. Ahora los ocupantes —con ayuda entusiasta de los lituanos— vaciaban Vilna de su vibrante población judía, la cual había convertido la opaca ciudad medieval en la “Jerusalén del norte”.

El año anterior, los soviéticos habían cavado varias fosas grandes en el bosque de Ponary a lo largo de una línea de tren que salía de Vilna. El plan era instalar tanques de combustible y construir un aeródromo, pero entonces Hitler rompió el pacto de no agresión que había firmado con Stalin e invadió la Unión Soviética a través de Polonia. Las fosas fueron abandonadas, y los soviéticos salieron en desbandada a prepararse para combatir a la Wermacht.

Los alemanes, ahora trabajando con sus colaboradores lituanos, idearon nuevos planes para el sitio de Ponary.

A Sakowicz le tomó solo un día entender lo que sucedía en el bosque cerca de la cabaña donde vivía con su familia. “Un grupo grande de judíos —escribió— fue llevado al bosque, alrededor de 300 personas, principalmente intelectuales, con maletas, vestidos hermosamente, conocidos por su buena situación económica, etcétera. Una hora después comenzaron las ráfagas”.

Cada uno de los sitios de asesinato nazis tenía su propia eficiencia mórbida; aun cuando la maquinaria de muerte en Ponary nunca podrá rivalizar con la de Auschwitz-Birkenau o Treblinka, para 1944 los alemanes y lituanos habían conseguido masacrar 70 000 judíos y quizá 30 000 de otros percibidos como enemigos del Reich de los Mil Años, incluidos soviéticos y gitanos.

Su método era simple. La mayoría de los prisioneros llegaba por tren hasta el precipicio de la que sería su tumba. Algunos pensaban que habían sido elegidos para una cuadrilla de trabajo; algunos sabían algo más. A los condenados se les decía que abandonaran sus posesiones y se desnudaran; tanto sus pertenencias como sus ropas pronto serían levantadas por el populacho lituano, como en un mercado de pulgas. Luego los hacían marchar por trincheras hacia las fosas y, en algún momento, les vendaban los ojos. Ahora estaban de pie entre los muertos, a quienes pronto se les unirían. Arriba, un escuadrón de fusilamiento se preparaba para hacer su trabajo.

“Los lituanos nos dispararon”, dijo el sobreviviente Shalom Shorenson, “no los alemanes”. La labor sangrienta era vigilada por el Einsatzkommando 9 de la SS, pero fue llevada a cabo por los Ypatingasis Burys, un grupo lituano. Shorenson sobrevivió al caer antes de que dispararan. En medio de dos cadáveres, evitó ser percibido y así se convirtió en uno de los pocos sobrevivientes de Ponary.

La masacre en el bosque continuó por alrededor de tres años. Pero para 1943, después de las derrotas en Stalingrado y otras partes, Berlín había empezado a entender que el sueño de la pureza aria por todo el continente iba a concluir con cortes y horcas, y así dieron inicio los muchos intentos de ocultar la Solución Final. En ese bosque lituano, 80 prisioneros judíos fueron llevados desde Stutthof, un campo de concentración cercano, para formar un Leichenkommando o “unidad de cadáveres”. Su misión: quemar los cuerpos en las fosas, para así convertir en ceniza inescrutable la evidencia de los crímenes de guerra nazi.

Como el Sonderkommando que retiraba los cuerpos de los muertos en las cámaras de gas de Auschwitz, el Leichenkommando captó que eran una combinación horrible de testigos, víctimas y perpetradores reticentes. Ellos también sabían que ningún encubrimiento podría estar completo sin sus propias muertes. Así que empezaron a planear cómo huir, juntando cucharas de día mientras realizaban su labor repelente, luego cavando un túnel de noche, desde la fosa donde estaban albergados hasta el bosque más allá.

Judíos de la unidad de cadáveres pasaron dos meses y medio cavando ese túnel fuera de Ponary: 30 metros de largo y 60 centímetros de ancho, en su mayor profundidad a cerca de cinco metros bajo el suelo.

En un giro novelístico, el Leichenkommando eligió huir la noche final de la Pascua judía, el 15 de abril de 1944, cuando no habría luna en el cielo. Pero el escape no fue silencioso, y los alemanes rápidamente llegaron al lugar. De los 80 prisioneros en esa fosa, solo 12 alcanzaron la libertad. Once sobrevivieron a la muerte.

La existencia del túnel no era un secreto, pero por mucho tiempo languideció en un mundo de sombras entre el mito y el hecho. Ubicado en un denso bosque de coníferas en las afueras de Vilna, Ponary, conocido hoy como Paneriai, ahora es un sitio conmemorativo, pero también es una fosa común, una que no puede ser perturbada fácilmente. En 2004, un arqueólogo lituano halló la boca del túnel, pero no fue capaz de llevar a cabo más investigaciones.

Once años después, un grupo de investigadores trabajaba en los restos de la Gran Sinagoga de Vilna, la cual fue dañada durante la guerra y demolida por los soviéticos, quienes en los años de la posguerra se volvieron cada vez más suspicaces de la cultura judía. Aun cuando parte de la sinagoga ahora está bajo una escuela, el equipo principalmente estadounidense no necesitó perturbar el suelo porque su radar penetrador de suelos y su tomografía de resistividad eléctrica —una tecnología prestada en parte por la industria petrolera— les permitieron crear una imagen de lo que estaba debajo de ellos sin sacar sus palas.

MATAR CON EFICIENCIA: Fosas que los rusos cavaron para tanques de combustible fueron usados por los nazis como fosas comunes para judíos, a quienes se les hacía marchar por el borde y luego se les disparaba. Foto: EDDIE GERALD/MOMENT OPEN/GETTY

Richard Freund, un arqueólogo de la Universidad de Hartford, dice que cuando el equipo terminó el mapa de la Gran Sinagoga, él le hizo una pregunta sencilla a los lituanos: “¿Qué les gustaría que buscáramos?”.

Ponary, respondieron los lituanos. Ellos querían que él encontrara el túnel.

Conocí a Freund en una tarde húmeda en el campus de la Universidad de Hartford, en una pequeña sala fuera del salón principal de la biblioteca que funciona como un museo de historia judía. También es, en gran medida, un repositorio de los muchos descubrimientos hechos por Freund, incluida una crónica extensa del barrio judío en la isla griega de Rodas, del cual él y sus estudiantes habían hecho el mapa.

Un hombre bajo, fornido, bigotudo y de edad madura, Freund es más divertido y locuaz de lo que uno pensaría que un arqueólogo podría serlo, especialmente uno cuya ocupación principal es la historia judía, con todas sus variedades de tragedia. Freund es oriundo de Long Island, y su fuerte acento neoyorquino aligera la discusión del Holocausto, dándole incluso a los tópicos más sombríos una gentil cualidad de Woody Allen. Su conexión con Ponary es más que académica. Su bisabuelo, Nathan Ginzburg, dejó Vilna para ir a Estados Unidos. “Hubo momentos en ese bosque de Ponary este junio en que caí en cuenta: ‘Pero por la gracia de Dios, yo pude haber terminado aquí’”, me dice en un correo electrónico, usando una grafía alternativa para el sitio.

Educado en el Queens College e Israel, Freund es un pionero de la tecnoarqueología. Si la arqueología tradicional es como una biopsia, lo que Freund hace es más cercano a una IRM, usando ondas electromagnéticas para crear imágenes de estructuras que han estado enterradas por décadas, sino es que siglos. Ello es especialmente atractivo en regiones inestables como Oriente Medio, donde las excavaciones extensas podrían ser políticamente inviables. En muchos lugares, cavar es imposible por otra razón: hay suficiente ambiente de edificios sobre el suelo para que intentar aventurarse bajo suelo se vuelva demasiado inconveniente.

Los arqueólogos no son personas particularmente tímidas: ellos quieren encontrar cosas, y quieren que el mundo sepa lo que han hallado. Las búsquedas de tesoros perdidos del mundo antiguo, como la supuesta máscara fúnebre de Agamenón o los restos de Troya, cautivaron las imaginaciones victorianas, y todavía les va bien en el History Channel.

Freund comparte algo de estas dotes teatrales con sus predecesores. Hace varios años promocionó un descubrimiento en un pantano español como posiblemente la mítica ciudad de Atlantis. La investigación de Atlantis se convirtió en un documental del National Geographic Channel; de forma similar, el descubrimiento del túnel de Ponary se presentará en una película de PBS programada para transmitirse a principios de 2017.

Sin embargo, la publicidad no debería oscurecer el trabajo duro de descubrir el túnel, y Freund deja en claro que ese trabajo se había hecho a conciencia, con parcelas mapeadas sistemáticamente una por una hasta que surgió una imagen completa. Además del túnel, Freund y sus colegas investigadores hallaron una decimosegunda fosa fúnebre.

Pero lo que suceda después no dependerá de él, o de cualquiera de los investigadores de Estados Unidos, Lituania o Israel quienes fueron parte del descubrimiento. Como el suelo es arenoso, el túnel probablemente se colapsó en partes; la excavación podría dañar todavía más lo que queda. Es una ironía cruel que, para seguir existiendo, el túnel también tenga que seguir oculto.

No obstante, Freund piensa que el riesgo de excavar vale la pena. “Pienso que los lituanos deberían hacer esto —dice—. Es su sitio, su historia”.

En el verano de 2011, un monumento en Ponary fue pintarrajeado con una suástica y las palabras, pintadas en rojo, “Hitler estaba en lo correcto”. Al escribir sobre el vandalismo para The New York Review of Books, Timothy Snyder, historiador de Yale, señaló que aun cuando los lituanos por lo general habían sido tolerantes con los miles de judíos que vivían entre ellos, “los alemanes no tuvieron problemas para encontrar lituanos dispuestos a matar judíos”, por lo que diez por ciento de la población de preguerra sobrevivió al Holocausto. En cuanto a la profanación en Ponary, Snyder señaló la negación de los lituanos a aceptar del todo su complicidad en la Solución Final. “El gobierno lituano tiende a enfocarse en las víctimas lituanas de la ocupación soviética”, minimizando la culpabilidad mientras reclama la victimización.

En los cinco años desde el vandalismo de Ponary, Lituania se ha retirado todavía más de las realidades históricas. Como escribió Daniel Brook en Slate el año pasado, no hay ni siquiera 5000 judíos en Lituania hoy, lo cual facilita el minimizar la magnitud de los crímenes cometidos contra ellos. Él describió al país como menos exitoso económicamente que mucho de sus pares europeos y, por lo tanto, es más susceptible a narrativas históricas erróneas que suscitan sentimientos de autocompasión e injusticia. “Los nazis eran malos; los soviéticos eran peores”, le dijo un joven lituano.

Ponary es una reprimenda poderosa y visceral a este revisionismo, posiblemente la razón de que haya sido el blanco de rufianes neohitlerianos. También es más que eso, un lugar que desafía la idea de la ingenuidad judía de cara a la aniquilación. Freund dice: “Los judíos no iban como ovejas al matadero”.

Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek