Apátridas en su país

SANTO DOMINGO R.D.— La llovizna cae incesantemente desde el amanecer. Contra el cielo plomizo se perfila la alta chimenea de un ingenio. Alrededor de este obelisco de ladrillos, vestigio del imperio azucarero que República Dominicana fue hasta la década de 1980, se extiende un mar verde de miles de hectáreas: son las vainas, irritantes y cortantes, de la caña de azúcar. Una carretera sin asfaltar situada a pocos kilómetros de la autovía que une Santo Domingo con San Pedro de Macorís conduce a las primeras casas de chapa oxidada y madera colorada del batey Angelina, uno de los centenares que salpican la geografía del país caribeño. Estos arrabales de barracones y calles encharcadas se construyeron a principios del siglo XX para albergar a los braceros que trabajaban en la zafra, en su casi totalidad haitianos y dominicanos de ascendencia haitiana.

Teresa Sala, una mujer diminuta y vestida con un chándal, da pequeños brincos tratando de esquivar los charcos de barro de las calles. Seis embarazos y las estrecheces económicas le han surcado la piel de la cara más de lo que se esperaría de una mujer de 35 años. “Mis hijos se han acostado muchas veces sin comer, mirando las cuatro paredes. Si al menos hubiera trabajo…”, afirma antes de llegar al único colmado del batey.

Desde que el negocio azucarero cayó en picada, sustituido por la pujante industria turística, los bateyes se han convertido en refugio para una población azotada por el desempleo, la marginación social y el estigma racial. Las condiciones de vida en estos arrabales, según el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) publicado en diciembre de 2015, son “sumamente precarias”: “Algunas de las situaciones que enfrentan los inmigrantes haitianos y sus descendientes nacidos en República Dominicana son inhumanas y degradantes”.

Y, desde hace algunos años, este colectivo se ha convertido en el blanco de una serie de decisiones administrativas, legislativas y judiciales dirigidas a limitar su acceso a los documentos de identidad dominicanos y, en definitiva, a la nacionalidad dominicana, aunque ya no tengan ninguna conexión con Haití. Esto afecta, en mayor o menor medida, a decenas de miles de dominicanos de ascendencia haitiana, cuatro generaciones de personas que consideran que RD es su país, donde nacieron y donde han vivido toda la vida, y que ahora se han visto convertidos en apátridas en su tierra natal. Esta situación, continúa el informe del CIDH, “ha generado daños sobre la integridad psicológica de estas personas, a la vez que ha promovido su ostracismo social”.

Vendedores en el mercado binacional de Dajabón, en la frontera entre República Dominicana y Haití. Foto: Pau Coll/Ruido Photo

EL PESO DE LA SENTENCIA RECAE SOBRE LAS MUJERES

“El precio de ser negro, en República Dominicana, es muy caro”, afirma Jenny Morón, abogada de la asociación MUDHA, la primera asociación de mujeres dominicanas-haitianas que desde hace 30 años lucha por el reconocimiento de los derechos a la comunidad de ascendencia haitiana y que, desde la sentencia del TC, se bate por el reconocimiento del derecho al nombre y a la nacionalidad dominicana. “Además, en República Dominicana solo por el hecho de ser mujer eres victimizada”, explica Morón, “pero si eres mujer, negra y de ascendencia haitiana, el grado de victimización se triplica y se transforma en un impedimento absoluto”. “La situación para las mujeres es aun más difícil”, agrega Cristiana Luis, presidenta de MUDHA, y ella misma hija de haitianos y nacida en un batey. “Muchas mujeres entraron en República Dominicana con sus padres, hermanos o maridos, pero el Estado no las reconocía como ‘ente productivo’ y, entonces, no les otorgaba ni siquiera la ficha que se entregaba a los hombres. Por esta razón, somos las mujeres las que más estamos luchando por nuestros derechos”.

A pesar de que la Constitución dominicana consagra el derecho a la nacionalidad de los hijos de padre o madre dominicanos, en la práctica la entrega del certificado de nacido vivo se basa únicamente en la nacionalidad de la madre parturienta, cosa que conduce a hijos con padre dominicano a la inscripción errónea en el libro de extranjería en vez del registro civil dominicano. Además, de acuerdo con un estudio reciente realizado por la Unicef, la República Dominicana está en el quinto lugar en Latinoamérica con el mayor número de madres adolescentes, solo superada por Ecuador, Venezuela, Nicaragua y Honduras. En el país hay actualmente más de un millón 400 000 madres solteras, y el porcentaje de niños que viven solo con la madre se ha incrementado hasta el 34 por ciento. La condición de apátridas recae mayoritariamente sobre este colectivo, ya de por sí más vulnerable.

En 2014 la administración del presidente Danilo Medina, reelegido en mayo pasado con más del 60 por ciento de los votos, aprobó, bajo la presión interna y de la opinión pública internacional, una ley de regularización, la 169-14, que dividía a los afectados en dos grupos: las personas que en algún momento habían sido inscritas en el Registro Civil Dominicano (“Grupo A”) y aquellas cuyo nacimiento nunca había sido declarado (“Grupo B”).

Pero Amnistía Internacional asegura: “Aunque fue un paso en la dirección correcta, no garantizaba la restitución automática de la nacionalidad dominicana a todas las personas que se habían visto privadas de ella. Y, como consecuencia, varios grupos de personas continúan siendo apátridas, formalmente o en la práctica, debido al carácter inadecuado de las soluciones previstas en la ley 169-14, las deficiencias en su implementación y la falta absoluta de propuestas para algunos grupos desatendidos”. De hecho, a partir del 17 de junio de 2015, cuando finalizó el plazo para acogerse al Plan Nacional de Regularización, la última oportunidad de quedarse en República Dominicana de manera legal, varias decenas de miles de personas (según algunas estimaciones, ya que, debido a la falta de estadísticas oficiales, no hay un número exacto) han quedado en un limbo legal indefinido.

Haitianos cruzando la frontera entre la ciudad haitiana de Ounaminthe y la dominicana Dajabón, para dirigirse al mercado binacional. Foto: Pau Coll/Ruido Photo

ANTIHAITIANISMO DE ESTADO

“Es la demostración del antihaitianismo de Estado, vigente en nuestras instituciones”, afirma Quisqueya Lora, historiadora de la Universidad de Santo Domingo (UASD). “Es un síntoma de nuestras contradicciones identitarias: los dominicanos siempre hemos negado nuestra ‘negritud’ y en nuestro imaginario cultural lo ‘negro’ siempre se ha asociado a Haití y a lo negativo, a lo peligroso”.

Se estima que en República Dominicana el 11 por ciento de la población es negra, el 16 por ciento caucásica y el 73 por ciento mulata (CIA World Factbook). Sin embargo, los últimos censos de población, en 2002 y 2010, no incluyeron la variable étnico-racial. “Para los dominicanos refinar la raza, ‘mejorarla’, significa casarse con una persona de piel más clara. Por eso intentan esconder a toda costa su ascendencia negra”, concluye Lora. Esta profesora teme que, a medio plazo, puedan repetirse actos de violencia xenófoba a gran escala: el episodio ocurrido el año pasado, cuando el cuerpo de un inmigrante haitiano apareció atado de pies y manos y colgado de un árbol en una plaza de Santiago de los Caballeros, fue solo el último de los que han caracterizado la historia de las relaciones entre las dos comunidades.

Una de las limpiezas étnicas más crueles llevada a cabo por los dominicanos contra los haitianos se llevó a cabo en 1937, y es conocida como la Masacre del Perejil. Entre el 28 de septiembre y el 8 de octubre de aquel año, el dictador Rafael Leónidas Trujillo hizo perseguir y dio órdenes de asesinar a cualquier haitiano en territorio dominicano. Hacía ya varias décadas que los dos países vecinos habían firmado acuerdos bilaterales para que Haití proveyera de mano de obra barata a los cañaverales de RD, y por lo tanto la población de ascendencia haitiana era ya un número considerable. La masacre tuvo lugar principalmente en las provincias fronterizas, por lo que se le conoce como la “dominicanización de la frontera”. En cuanto a las víctimas, no existen cifras oficiales, ya que los asesinatos se iniciaron en secreto y no fueron reportados por los medios de comunicación. Sin embargo, las estimaciones varían de 1000 hasta 30 000. Los únicos que se salvaron de la escabechina, por orden expresa del dictador, fueron los que trabajaban en los ingenios azucareros de propiedad estadounidense.

Haitianos esperando cruzar la valla sobre el puente del río Masacre, que separa la ciudad haitiana de Ounaminthe de la dominicana Dajabón. Foto: Pau Coll/Ruido Photo

EXPLOTACIÓN ECONÓMICA

La economía dominicana en los últimos años ha crecido a una tasa promedio anual del cinco por ciento del PIB, arrastrada por la industria turística, especialmente aquella basada en el modelo de “todo incluido” tan común en la costa este y norte. Según los datos del World Travel&Tourism Council (WTTA), el turismo y su value chain contribuyeron el año pasado al 16.3 por ciento del PIB, más que México (15.1 por ciento) y casi el doble de la mediana de los países americanos (8.6 por ciento). En 2015 más de cinco millones de visitantes se alojaron en las 70 000 habitaciones de hotel disponibles en el país (en 1980 había poco más de 5000), lo que genera más de 500 000 puestos de trabajo directos e indirectos (15 por ciento del total). El turismo es también el principal proveedor de divisas (más de 6000 millones de euros), superando incluso las remesas de los más de dos millones de dominicanos emigrados.

“Es nuestra gallina de los huevos de oro”, asevera Radhamés M. Aponte, viceministro de Turismo de República Dominicana. “Creemos que nuestro modelo, basado en instalaciones de alto nivel, en el desarrollo de las infraestructuras y en una fiscalidad ventajosa para las empresas extranjeras, está dando sus frutos”. Sin embargo, preguntado por el coste laboral, el viceministro no niega que unas leyes laborales laxas y unos salarios muy bajos, sobre todo en la base de la pirámide laboral —agricultores, jardineros, albañiles, empleos generalmente ocupados por personas de ascendencia haitiana—, han contribuido al crecimiento.

Según William Charpantier, secretario de la Federación Étnica Integral, una organización sindical que defiende los derechos de los inmigrantes y refugiados, la sentencia de 2013 también esconde un móvil económico, es decir, garantizar mano de obra barata y sin derechos laborales. Este es el caso, por ejemplo, de Evenson, Fidel y Bernaldo, los tres chicos que, con sus manos desnudas y unas zapatillas rotas en los pies, trabajan de sol a sol por 400 pesos diarios (unos ocho euros) en el patio del palacio Saviñón, que proyecta sus líneas de art deco en la zona colonial de Santo Domingo. El centro histórico de la capital (la primera ciudad fundada por europeos en suelo americano) está experimentando un proceso de renovación arquitectónica radical, con el fin de explotar el enorme patrimonio histórico que conserva y proyectarla en el mercado turístico.

“La verdadera razón por la cual las instituciones políticas dominicanas a todos los niveles quieren mantener a la población de origen haitiano en la condición de apátrida —sostiene Charpentier— es que los políticos de todas las partes quieren garantizar a los empresarios, nacionales y extranjeros, la oportunidad de explotar a los trabajadores inmigrantes en la agricultura, la construcción o la industria del turismo”. Eso les obliga a recurrir a trabajos informales y de bajo valor añadido y acentúa la espiral de pobreza y exclusión social.

Como demuestra el último registro realizado por la CEPAL (Comisión Económica para América Latina), un organismo de la ONU, la riqueza producida en estos años no se ha distribuido de manera uniforme entre los diversos sectores de la sociedad. De hecho, a diferencia de los países con un crecimiento similar o incluso inferior, como Colombia y Perú, el índice de pobreza entre los años 2010-2014 bajó solo un 6.3 por ciento. Hoy más de una quinta parte de la población vive en situación de pobreza y el ocho por ciento es indigente, y la gran mayoría de ellos son inmigrantes o población de ascendencia haitiana.

Mujeres haitianas vendiendo enseres delante de la aduana dominicana, en la frontera entre la ciudad haitiana de Ounaminthe y la dominicana Dajabón, enfrente del mercado binacional que se celebra en esta ciudad todos los lunes y viernes. Foto: Pau Coll/Ruido Photo

MICROPRÉSTAMOS PARA ELLAS

A Mireia Michel, durante los 28 años de su vida, los 300 vecinos del batey Hato Mayor, en la provincia de Consuelo, al este de Santo Domingo, la han llamado Miguelina. Tal vez así, reconoce, podía maquillar su ascendencia haitiana. Miguelina y su marido están esperando desde hace un año los documentos que acrediten su nacionalidad dominicana. La falta de papeles y la cría de sus cinco hijos le han impedido, dice, poder ir a la facultad. No sabe lo que habría estudiado, pero sí es consciente de que “en este país sin documentos no eres nadie”. Sin embargo, hace un año consiguió abrir un salón de peluquería para las mujeres que viven en el batey. Y lo ha podido hacer gracias a dos micropréstamos concedido por la organización MUDE (Mujeres en Desarrollo Dominicana). Se trata de los mismos créditos que le fueron concedidos a Eloisa Pérez, que cocina arroz, habichuelas y pollo estofado en su taberna del batey Hato Mayor, a pocos kilómetros de la peluquería de Miguelina. “Estos préstamos facilitan mucho la vida de las mujeres, sobre todos de las que, como yo, son solteras y tienen que criar a cinco hijos”, afirma con desparpajo Rosa Brito, amiga desde hace 15 años de Eloisa, que explica que sus ingresos han mejorado desde que MUDE le concedió un microcrédito para comprar y vender accesorios para el hogar.

“El microcrédito es una herramienta de inclusión social y financiera maravillosa”, comenta Victoria Cruz Gómez, gerente del Programa de Desarrollo Social de MUDE, una organización que lleva a cabo proyectos para el desarrollo integral de la mujer en riesgo de exclusión, a través de su empoderamiento social y económico. Uno de los programas más exitosos ha sido el de los microcréditos, activo desde 1981: en estos 35 años se han otorgado 650 millones de pesos dominicanos (más de 12 millones de euros) a unas 40 000 beneficiarias, sobre todo mujeres del ámbito rural o de comunidades bateyanas. “Somos conscientes del problema que ha generado la situación de apatridia. Conozco mujeres que han dado sus hijos a otras con documentos dominicanos para que los registraran a su nombre y tener los papeles”, cuenta Cruz Gómez. “Creemos que para atajar el problema de la documentación el primer paso es el empoderamiento económico de las mujeres, que así son capaces también de poner coto a la violencia intrafamiliar y de género. Porque solo con el conocimiento no se puede ir al colmado”. A las mujeres y a los hombres de ascendencia haitiana les sale muy caro el sueño dominicano.

Zapatos afuera de una casa de chapa en el batey Hato Mayor, en la provincia dominicana de Consuelo.

LA SENTENCIA DEL TC DE 2013

Entre 1929 y 2010 la Constitución dominicana reconocía, en sucesivas versiones, la nacionalidad a todos los niños nacidos en territorio nacional. Las únicas excepciones eran los hijos del personal diplomático y las personas “en tránsito”. Por lo tanto, durante muchas décadas, independientemente de la situación migratoria de los progenitores, la República Dominicana reconoció formalmente como ciudadanos a los niños nacidos en el país de progenitores haitianos y les expidió certificado de nacimiento, cédula de identidad y pasaporte dominicanos, al menos en la inmensa mayoría de los casos.

El 26 de enero de 2010 entró en vigor la actual Constitución de la República Dominicana, en virtud de la cual los niños nacidos de progenitores inmigrantes en situación irregular ya no tenían derecho automático a la nacionalidad dominicana. Finalmente, en 2013, el Tribunal Constitucional dictó una sentencia (168-13) en la que afirmaba que los niños nacidos en la República Dominicana de progenitores extranjeros en situación migratoria irregular nunca habían tenido derecho a la nacionalidad dominicana. La sentencia se aplica con carácter retroactivo a personas nacidas desde 1929 y afecta a cuatro generaciones. Amnistía Internacional la ha definido como “una medida arbitraria de privación de la nacionalidad, que afecta de manera desproporcionada a los dominicanos de ascendencia haitiana y, por consiguiente, es discriminatoria”.