Turquía ha tenido su buena dosis de golpes de estado militares. El gobierno ha sido derrocado tres veces —en 1960, 1971 y 1980— y varios golpes de estado más apenas han sido evitados porque los militares “insinuaron” que se meterían si las cosas no cambiaban.
Aún así, fue sorprendente ver soldados y tanques bloqueando los puentes que cruzan el Bósforo en Estambul el 15 de julio. El golpe estaba destinado a fracasar y aquellos acusados de participar —quienes al parecer suman varios miles de personas— se enfrentan a un castigo duro, y potencialmente incluso la pena de muerte.
Pero tal vez más sorprendente haya sido ver a los miles de turcos salir a las calles para enfrentarse a los conspiradores. Los soldados fueron golpeados y rodeados por ciudadanos enfurecidos por lo que veían desarrollarse a su alrededor.
Ellos respondieron cuando el presidente Recep Tayyip Erdogan los llamó a pelear por él. Turquía es un lugar muy poco liberal donde el disentimiento no es tolerado, por lo que fue sorprendente ver a tantísima gente salir en masa a defender a su líder ampliamente criticado.
Por casi diez años, Turquía se ha dirigido hacia el autoritarismo. La vida se ha vuelto claramente incómoda para cualquiera que no apoye a Erdogan y a su partido, el AKP. El gobierno controla los medios noticiosos, ha minado el imperio de la ley y ha reprimido duramente cualquier tipo de protesta pacífica. Así, aun cuando Turquía todavía es democrática —en tanto que Erdogan fue elegido—, no es un país liberal.
Los militares, desde hace mucho fieles al kemalismo secular, se han llevado la peor parte de la falta de liberalismo del AKP. Por supuesto, los golpes no son un mecanismo liberal para obtener el poder, pero en Turquía, ellos siempre han tenido la meta de prevenir cualquier desviación en el curso democrático concebido por Ataturk, el adorado héroe y fundador de la república.
Las alas de los militares han sido cortadas por una serie de investigaciones espurias instigadas por el estado desde 2007. Bajo la apariencia de investigar supuestos complots contra el gobierno, el AKP fue capaz de retirar a cientos de altos oficiales —en su mayoría kemalistas acérrimos— de los militares. Cada vez, fueron reemplazados con simpatizantes del gobierno. Académicos, periodistas, abogados y demás han sido atrapados en estas investigaciones, sumándose al aire general de intolerancia y poca liberalidad en la sociedad turca. Poco menos de la mitad de la población no son partidarios del AKP, y muchas de estas personas se sienten alienadas.
Erdogan fue capaz de aplastar el golpe con rapidez increíble porque es un maestro de la demagogia populista. Poco menos de la mitad del país se le opone y se siente alienada por la dirección general que se ha ido tomando, pero el 50 por ciento o más que es leal a él es de hecho muy leal. Él ha mejorado los estándares de vida y devuelto la autoestima a la sección piadosa y socialmente conservadora de la sociedad sin duda abandonada por la elite secular kemalista previamente dominante.
El presidente fue capaz de mover a sus partidarios a las calles con facilidad porque ellos esperaron 50 años por una parte del poder en la política turca y no van a soltarla sin luchar. Aquellos en las calles son los más entusiastas, pero incluso los opositores de Erdogan no quieren regresar al gobierno militar. Los conspiradores del golpe fueron incapaces de ganarse el apoyo popular porque aun cuando Erdoğan es una odiada figura autoritaria, los turcos tampoco quieren regresar al autoritarismo militar. Su reputación los precede y los turcos tienen buena memoria. “La peor democracia es mejor que cero democracia”, ha sido un refrán familiar en los medios sociales.
Todavía no está claro quién fue responsable del intento de golpe, incluso cuando los supuestos cabecillas están siendo arrestados. Pudo haber sido un pequeño cuadro kemalista dentro de los militares, o un puñado de oficiales que apoyan al disidente Fetullah Gulen. Muchos turcos creen que fue una operación de bandera falsa diseñada para crear las condiciones bajo las cuales Erdoğan podría lanzar una represión contra sus opositores remanentes. Ese escenario podrá parecer disparatado, pero le resulta siniestramente familiar a cualquiera que haya seguido las investigaciones contra supuestos disidentes en la última década.
Finalmente, Erdogan es el ganador de esta despiadada trifulca política que les ha costado a 300 personas sus vidas y a muchos miles más su libertad. Él ha aprovechado la oportunidad para llevar su toma putinesca del poder un paso más allá. Las libertades de expresión y asociación ahora sólo existen si uno apoya al AKP. El imperio de la ley y la libertad de prensa han desaparecido y la falta de liberalidad en Turquía acaba de empeorar.