HABÍAN PASADO DIEZ AÑOS. La última vez que viví en Beirut como reportero, informando sobre la guerra de Hezbolá e Israel, fue en 2006, así que esta primavera, cuando regresé para una estancia de casi un mes, di largas caminatas para reorientarme. Muchas cosas me resultaron familiares, pero otras habían cambiado mucho. Beirut nunca deja de reconstruirse. Había lotes vacíos en barrios nuevos, y en las laderas se alzaban torres relucientes de apretujados balcones de cristal. Nuevas tribus de hipsters y refugiados sirios se habían establecido en los recovecos entre barrios derruidos y fábricas abandonadas.
Me senté junto al mar en el café Al Rawda, donde una vez nadé frente un embarcadero surcado de balas aquella primera tarde surrealista de los bombardeos israelíes. Luego me encontré con Michael, el encargado del bar en Torino Express, donde todavía sirve recuerdos y consejos con su acento de Staten Island. Torino era el único lugar que permaneció abierto los primeros días de la guerra; allí me refugié durante los bombardeos, agradecido por el whisky y la compañía.
Después encontré un nuevo enclave de bares, tabernas de cerveza artesanal y restaurantes. Era la zona de Mar Mikhaël, donde los sofisticados y adinerados beirutíes se codean con ricos sirios que ansían escapar un rato de Damasco: musulmanes chiitas, hipsters, irónicamente barbados, bebiendo cerveza lejos de los suburbios que controla Hezbolá; damas maronitas francófonas, tan elegantes y con tacones tan altos como las modelos de la Semana de la Moda en París. Sentados al aire libre, riendo y bebiendo bajo las buganvillas, todos eran idénticamente cool. Beirut siempre ha sido el punto donde Oriente se encuentra con Occidente y se besan tres veces para decir “hola”. En la gran terraza de Enab, sorbí arak mientras comía meze multicolor y mohammara color rojo ladrillo, hecho con nueces y pimientos rojos. Pasé un rato en Junkyard, un amplio bar y restaurante, bajo la bóveda de un árbol forjado con barras de refuerzo, adornado con lámparas hechas con tambores de lavadora y botellones plásticos de agua. Pensé en pedir un cóctel preparado con tomillo, ginebra, pomelo rosa, jugo de limón, aceite de oliva y un rocío de ajenjo, pero el ajenjo me asustó. “Los libaneses son muy abiertos a los alimentos nuevos”, me dijo una noche Dima Chaar, una chef damascena que trabaja en Junkyard, mientras me servía, riendo, un “taco sirio” hecho con pollo crujiente estilo Alepo y mayonesa.
No obstante, la escena gastronómica retoma cada vez más los platillos “de consuelo” tradicionales preparados a fuego lento. El menú del almuerzo en Towlet cambia todos los días, porque las mujeres de distintas partes de Líbano van a cocinar especialidades regionales. El mercado agrícola del zoco en el centro de la ciudad es muy frecuentado los sábados por la mañana, y allí puedes comprar frascos de mouneh, encurtidos y conservas de cualquier cosa, desde berenjena rellena con nueces hasta mermelada de pétalos de rosa. El restaurante Kahwet Leila sirve comida “tradicional con un giro”: mezze libanés en lo que describe como un ambiente “kitsch” auténtico, decorado con carteles de la época dorada del jet-set capitalino en los años sesenta.
Para mi última noche en Beirut, me reuní con un amigo a tomar una copa vespertina en Al Falamanki, donde ponen las mesas con manteles de plástico que no hacen juego, creando la impresión de que estás sentado en la cocina de tu querida tía libanesa. Fumamos narguile de manzana, y el humo envolvió nuestra charla. Tal vez no importa qué década sea. Beirut siempre ha casado el sabor agridulce de la nostalgia con la diversión del presente.
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Publicado en cooperación con Newsweek /Published in cooperation with Newsweek