Es una vieja costumbre entre los músicos, por lo menos entre
los guitarristas, darle un nombre a su instrumento, para demostrar el amor que
se siente por ese objeto que se ha vuelto parte esencial en la vida de la
persona. Pero hay un nombre en especial que, para mucha gente (y no
necesariamente los iniciados), es sinónimo del sonido del blues. Ese sonido es
agudo, muy similar a una voz femenina, razón de más para que ese nombre sea el
de una mujer. No creo necesitar decir más para que ya se haya formado en la
mente la palabra Lucille.
Lucille son dos entes diferentes, pero los dos fueron una
parte primordial de una leyenda. Una de las Lucilles fue la responsable de la
peor pelea que B. B. King (quien algo debía saber de eso, dados los antros en
que tocó al inicio de su carrera) vio en su vida. Dos hombres se pelearon por
causa de ella, y en medio de su pleito derribaron un barril medio lleno de
keroseno con que se calentaba el lugar, provocando un incendio que terminó con
dos muertos. En medio de la conmoción, B. B. King salió corriendo del salón de
baile, para luego regresar a rescatar de las llamas su preciada guitarra de 30
dólares.
La segunda Lucille, la más importante de las dos, era una
guitarra Gibson, probablemente una ES-250, como la de T-Bone Walker (por quien
King decidió comprarse una guitarra eléctrica). En la historia del blues, sobre
todo desde que este llegó a Chicago y se electrificó, Gibson y Fender han sido
las marcas preferidas de muchos de los mejores intérpretes, pero algo en
particular halló B. B. King en el sonido de la Gibson, pues esta se volvió
inseparable de él (sobre todo desde que conoció el modelo ES-355, con su
clásico color negro que él nos dejó grabado en la memoria), aun cuando sus
primeras grabaciones y sus primeros éxitos fueron con una Fender Telecaster.
Lucille tenía un timbre particular y plenamente identificable,
no sólo porque el instrumento per se es apropiado para el blues, sino porque
los dedos de B. B. King hallaron en su cuello un modo de hacer el amor mejor
del que a veces halló en la piel de muchas mujeres. (Esto no es de extrañar
porque, con sus 250 actuaciones por año en el apogeo de su carrera,
definitivamente pasaba más tiempo con Lucille que con una dama.) Él mismo lo
dice en su canción Lucille, que narra su relación con su guitarra. Según sus
propias palabras, cuando dejaba de cantar con su garganta, podía seguir
cantando a través de Lucille. Cuando no hallaba la manera de expresarse
vocalmente, Lucille podía decir con toda claridad lo que pasaba por el corazón
de él.
Así, Lucille no sólo era el instrumento musical de B. B. King,
era el instrumento con que B. B. King se conectaba con la vida. No sólo era una
extensión de su cuerpo, era la forma visible que había cobrado el alma del
músico. Quizá por ello, la mayoría de las Lucilles (no fue sólo una, tenía
muchas; él mismo dijo que la Lucille original había pasado a mejor vida varias
décadas antes que él) fueron negras, porque, a fin de cuentas, él sabía que
eran parte esencial de ese ente que se llamaba B. B. King y que, en cierta
forma, era más noble y más sublime que Riley B. King.
Lucille era capaz de llorar, de reír, incluso de portarse
libidinosa en un instante y volverse puritana al siguiente. Siempre con una voz
propia. Siempre dispuesta a descubrir las sorpresas que le deparaban los dedos
de su único amante. Y ahora, se ha quedado muda. Como las amantes fieles, jamás
le regalará a alguien más lo que supo darle al hombre que, quizá, llegó a
conocerla mejor de lo que se conoció a sí mismo. A fin de cuentas, ¿no terminan
siempre así las auténticas historias de amor?