BERLÍN, Alemania.— El martes 24 de marzo, una parte de los Alpes franceses, en el sur de Francia, se convirtió en un sitio de luto. Los familiares de ciento cincuenta personas fallecidas en el accidente del vuelo 4U9525, de la compañía alemana Germanwings, llegaban poco a poco a Seyne les Alpes, el lugar de los hechos.
Se instalaron equipos de psicólogos para dar asistencia a los cerca de trescientos cincuenta familiares que se reunieron ahí. Todos gritando al infortunio, todos buscando respuestas. Sin embargo, las preguntas crecían a medida que se descartaban algunas causas, como atentados terroristas. Alemanes, españoles y gente de muchas otras nacionalidades habían llegado ahí buscando consuelo. Pero pronto muchos encontraron más bien motivos de rabia.
Entre los familiares de las víctimas estaban los del copiloto del avión Andreas Lubitz. Más de noventa profesionales, entre ellos los psicólogos, les ofrecían diversos tipos de ayuda. Los llevaban al lugar donde se estrelló el avión, les daban consultas, les ofrecían detalles de las investigaciones. Entonces llegó un momento álgido. Tres días después de los hechos, el viernes 26 de marzo, el fiscal de Marsella, Brice Robin, reveló a los padres que ese accidente había sido en realidad una aparente acción deliberada del copiloto de estrellar el avión en el que volaban.
“Un mazazo”, describió una persona presente, según reportaron las agencias de noticias. Desde entonces en los familiares de Lubitz los sentimientos comenzaron a cambiar: su hijo de veintisiete años no había sido sólo una víctima más de algún desperfecto técnico, sino que él mismo había provocado la caída del avión. Era un culpable, era un asesino. Los reportes de las agencias de noticias de ese viernes describían que los familiares habían seguido “dos caminos diferentes”, unos el del lamento y la rabia, y otros, los de Lubitz, el de la protección policiaca. Ellos representaban la imagen del hijo asesino.
El copiloto rompió su promesa
Andreas Lubitz no quería vivir. El resto de los pasajeros de ese avión, sí. Pero este copiloto rompió su promesa de llevarlos sanos y salvos a tierra para que cada quien continuara su travesía a casa, sus vacaciones o sus trabajos. Rompió su promesa en el instante en que trancó la puerta de la cabina de pilotos, dejó afuera al capitán y él dirigió la aeronave hacia el precipicio. Todo el mundo se dio cuenta de ello y fue carcomido por el miedo. Musulmán, cristiano, suicida, asesino, enfermo, lo que hizo Lubitz sobrepasaba en esos instantes cualquiera de los valores humanos con los que creció, sobre todo aquellos del propio alemán y de la aerolínea nacida de una sociedad occidental.
Andreas Lubitz es un hijo de nuestro tiempo. Tenía en su sangre un gen con la orden de “cumplir sus necesidades a costa de otras personas”, un gen que en realidad podría estar en otras personas, como políticos o banqueros, gente encargada de nuestro presente y de nuestro futuro.
Quizás el ejemplo es desproporcionado, pero si este copiloto hubiera nacido en otra época, rodeado de otros valores sociales y humanos, quizá habría accionado diferente, por más enfermo que hubiera estado. Siguiendo con las suposiciones, Lubitz habría aterrizado el avión, cogido un tanque de keroseno, y se habría prendido fuego sin llevarse a nadie más. Quizás el ejemplo sigue desproporcionado, pero en una sociedad donde la solidaridad y el respeto entre las personas se ha perdido, su comportamiento todavía se puede explicar.
¿Fue de verdad un suicidio?
Mucha más gente muere por su propia mano que por las manos de alguien más, es decir, sea por guerra o asesinato. Tan sólo en Alemania mueren cada año 10 000 personas por suicidio, y 100 000 personas más lo intentan. A estas cifras de 2014 se suman unas estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, según las cuales cada suicidio afecta de alguna forma —principalmente de manera psicológica— a unas seis personas directamente.
Según expertos, muchos suicidios podrían ser evitados si a los involucrados se les ayudara oportunamente y si se les impidiera el acceso a métodos que faciliten su muerte, como armas, medicamentos y químicos. No por nada esta organización internacional realiza el Día Mundial de la Prevención del Suicidio para ayudar a mejorar las formas en que las instituciones y las personas de un país atacan esto que reconocen como un problema.
En Alemania, la Sociedad Alemana para la Prevención del Suicidio se ha impuesto incluso una meta: para el año 2020 se bajará en 10 por ciento la cifra de suicidios. Pero con el acto del copiloto de Germanwings, Andreas Lubitz, se forman nuevas preguntas y quizá con ello se deben de establecer nuevas metas.
Por ejemplo, ¿fue de verdad un suicidio? Los especialistas debaten sobre este concepto y no se ha llegado a una conclusión. El psicólogo Georg Fiedler, uno de los miembros de la Sociedad Alemana para la Prevención del Suicidio, no cree que sea un suicidio ampliado, un término conocido en la psicología para describir a las personas que matan a otras personas al privarse ellas mismas de la vida.
“Para lo que pasó aquí, las investigaciones en psicología todavía no tienen una definición”, dijo en una entrevista a la radio alemana Deutschlandfunk.
El hecho confirmado por la fiscalía francesa fue que el copiloto manipuló la destrucción de la aeronave a propósito. Dejó al piloto afuera y nunca más lo dejó entrar. Mucho se ha especulado por qué una persona haría esto, y los conceptos suicidio y suicidio ampliado han sido tirados sobre la mesa, pero ninguno ampliamente reconocido.
“Un suicidio siempre es una situación compleja, entran muchos factores”, señaló Fiedler. No siempre hay una explicación, no siempre se trata sólo de una depresión, una psicosis o una enfermedad psíquica que por sí puedan dar la explicación. Aunque muchas personas pudieran estar psíquicamente enfermas, nadie tendría la idea de matar a más de cien personas al mismo tiempo. “Si alguien tuviera una conducta altamente suicida, sería imposible que hubiera pasado inadvertido para realizar un trabajo de piloto”, dijo.
La gente común en Alemania habla de la sociedad como un factor determinante para las acciones de algunos de sus individuos. Sería una forma de apoyar la idea de la complejidad de factores que llevan a un suicida a actuar. Por ejemplo, un taxista berlinés que se identifica como Rainer G. dice que si la sociedad, familiares, amigos, periodistas, escucharan lo que los suicidas en potencia tienen qué decir, se podrían evitar algunas catástrofes.
“Este copiloto seguro que habló con alguien de sus planes. O alguien cercano a él debió de haber sospechado de lo que quería hacer. Y esas personas debieron de haberlo detenido”, comenta Rainer. Por cierto, el taxista dice hablar con un poco de experiencia, pues asegura que llegó a transportar a Mohammed Atta en Berlín, uno de los suicidas de las Torres Gemelas de Nueva York, y a Anders Breivik, el terrorista de Noruega. Atta le habría contado de su ambición de explotar aviones en Estados Unidos, y Breivik, del odio que tenía hacia los extranjeros.
“Esa gente busca primero ser escuchada y el resto de nosotros tendría que hacer algo más que tildarlos de locos.”
La instructora de cursos de formación extracurricular Ute J. no ve a Lubitz como un terrorista. Pero sí como un depresivo. “Las exigencias laborales cada vez son más altas. Y sin un trabajo uno no quiere vivir. Lubitz ya tenía problemas para cualificarse como piloto. Se quedó como copiloto de una aerolínea de segunda [N. Red. filial de Lufthansa], y su frustración creció”.
En Alemania no se puede hacer una amplia lista de suicidas, pero las cifras de suicidios e intentos de suicidios, más un código deontológico de los medios de comunicación que prohíbe reportar sobre los suicidios, pues un reporte provocaría más muertes, ya habla de lo que vive una sociedad.
Este veinteañero de apariencia saludable fue descrito en la prensa alemana como alguien “muy feliz”, “completamente normal”, “bueno, divertido y educado”, calificativos que salieron de las entrevistas que se realizaron en Montabaur, la pequeña ciudad donde Lubitz vivía con sus padres.
La imagen de normalidad cambió en un par de días. Después de conocer más detalles de su personalidad, Lubitz se convirtió en “el asesino de la cabina de pilotaje”. Así lo tituló el diario amarillista Hamburger Morgenpost. Por su parte, el conservador Frankfurter Allgemeine Zeitungse preguntaba “¿Cuán normal es ser completamente normal?”. El diario Bild, otro amarillista, lo etiquetó como el “Amok-Pilot”, una expresión que puede traducirse como el “piloto homicida”, en un texto donde a Lubitz se le clasificó como uno de los mayores asesinos de la historia criminal alemana, después de otros asesinos en serie como Carl Grossmann o Fritz Haarman, de principios del siglo pasado.
El interés del público en general recayó por completo en su acta médica. Ese fue el chivo expiatorio. Pero de haber sido musulmán, los analistas, editorialistas, periodistas y ciudadanos comunes y corrientes habrían concluido que Lubitz era el cerebro de alguna organización terrorista islamista con fines de acabar con la sociedad de Occidente. Incluso si se hubiera encontrado que, aun como musulmán, no pertenecía a ninguna organización, en su religión se explicaría su violencia. Y esto habría llevado a actos de venganza, como quema de mezquitas.
Qué bueno que no era musulmán, quizás una forma de consuelo para la sociedad, pero no para los padres. Para ellos la culpa va más allá de la religión.
¿Hay algún otro responsable?
Eróstrato era un pastor de Éfeso que incendió y destruyó el Templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo antiguo. Sometido a tortura por Artajerjes, el rey aqueménida que gobernó el imperio persa, Eróstrato confesó que el móvil de su crimen era conseguir la fama a cualquier precio.
Después de la catástrofe de los Alpes franceses, es necesario preguntar… además de Andreas Lubitz, ¿hay algún otro responsable? La pregunta es válida, aunque no necesariamente para culpar a alguien más, sino tan sólo para aprender de la tragedia y consecuentemente prevenir en el futuro. ¿Hubo problemas en el monitoreo del avión? ¿Mala orientación? ¿Laxitud por parte de los controladores de vuelo? En el fondo lo que siempre hemos buscado es la seguridad total, aunque todos sabemos que eso es una ilusión.
Por lo demás, resulta dramáticamente paradójico que, buscando más seguridad después de los atentados del 11 de septiembre, las puertas de la cabina del vuelo de Germanwings estaban tan herméticamente cerradas que, al final, impidieron que el capitán regresara al puente de mando del avión para evitar la catástrofe. De no haber existido esta medida de seguridad, quizás el capitán habría podido con mucha probabilidad impedir que Lubitz consumase sus oscuros propósitos.
Antes de esta tragedia, los pasajeros que viajaban en aerolíneas alemanas se sentían seguros de que nunca nada les ocurriría, pero este accidente marca pauta en la historia de los sistemas de transportación aérea alemanes… y seguramente del mundo entero. El mejor ejemplo de ello es que, no mucho después del episodio, varias aerolíneas europeas, estadounidenses, asiáticas y latinoamericanas adoptaron una nueva medida de seguridad que se basa en todo tipo de desconfianza: tener en todo momento a dos personas de la tripulación dentro de la cabina de pilotos. El principio “Vier-Augen” de los cuatro ojos. Es imposible saber si esta norma habría impedido lo sucedido, pero el plan de Lubitz habría sido mucho más complicado.
La Agencia Europea de Seguridad Aérea (EASA) no obliga a aplicar este protocolo, pero las aerolíneas alemanas Air Berlin, Condor, TUIfly y Lufthansa y sus filiales Germanwings, Austrian Airlines y Flyniki ya lo adoptaron.
Si Lubitz era un eróstrata, consiguió su cometido. Y si sólo era un suicida, también se convirtió en un asesino. En uno u otro caso, nunca olvidaremos su nombre.